viernes, 30 de marzo de 2012

Autoría y responsabilidad. La problemática de los autores-actores (y viceversa)


De un tiempo a esta parte, he detectado cierto comportamiento autoral que me ha llamado la atención, me ha evocado la idea de “responsabilidad editorial” propia de los medios de comunicación. Suele existir la figura de un editor o un responsable de contenidos –llámesele como se quiera- que determina la línea a seguir por estos, la estrategia discursiva por la que guiarse, alguien que escribe o dicta lo que se viene a llamar el editorial del medio.


Cierto es que no hay nada tan editorializante como el estilo propio en la creación artística. Al igual que en un medio de comunicación, en caso de gresca, debe responder y dar la cara el autor del texto causante de la controversia o en última instancia el editor, parece sencillo determinar que en la creación cinematográfica ha de ser el guionista, director o incluso el productor el que dé la cara en caso de producirse polémica por algún contenido o discurso. En otros, se culpa al actor-estrella de aceptar realizar ciertas escenas.

Son abundantes los casos en que las circunstancias de producción o la voluntad autoral presentan fundidos dichos roles, y en caso de polémica, es el autor (por lo general, director y guionista) el que da la cara. Nada de qué sorprenderse, es algo de lo más habitual, que un creador responda a las cuestiones e interpretaciones que derivan de su obra. Sin embargo, me plantea dudas y cuestiones éticas cuando es el director el que se pone delante de la cámara. Mi paranoia responde, por tanto, a la necesidad de plantear ciertos casos y preguntas.
Recientemente he visto un par de casos que me han llamado la atención. Uno es el de Spike Lee en Haz lo que debas (1989). Productor, guionista, director y protagonista. Se asume plenamente que lo que vamos a ver en pantalla es una creación suya con todas las de la ley. En el último acto de la película, se hace patente el conflicto racial que hasta entonces estaba latente, y es Spike Lee encarnando a su personaje el que, como negro, lanza la piedra como respuesta al hombre blanco, desatando el linchamiento final a cierta familia de italoamericanos. Es un acto que revela valentía, al presentar la otra cara del tema central de la película. Digamos que Spike Lee no actúa como un dedo acusador que pretende señalar a una parte del problema y victimizar a la otra, opta en cambio por decir que cada parte tiene sus peros. No quiere que su discurso sea plano, a la vez que defiende la lucha contra el racismo: denuncia la intolerancia en cualquiera de sus formas. Frente al revuelo que pudiera desatar, es él y no otro actor el que tira dicha piedra.


Un segundo caso: Nanni Moretti en El caimán (2006). Aprovecho para decir que El caimán es una gran película, a pesar de lo desconocida que permanece para el público español. Moretti dirige, escribe… Parece raro, pero solo ha aparecido en un cameo graciosillo cuando llevamos hora y media de metraje. Sin embargo, para el final, cuando toca encarnar, o más bien, criticar más abiertamente a través de la caricatura, a Silvio Berlusconi, Moretti se pone el traje de actor y, reutilizando de nuevo la expresión, da la cara. En estos dos casos, no se puede tachar a estos autores de esconderse detrás de alguna estrella para abordar el eje principal de su conflicto, de utilizar como herramienta a algún actor para afrontar la parte más problemática de su discurso.

El fenómeno de acusación o de cuestionamiento al que aparece en pantalla existe. Quién no ha dicho alguna vez: “¿qué hace este prestándose a esto?”, “¿cómo puede defender este discurso este tío?” (se sobreentiende que si ha aceptado el papel es porque está de acuerdo con el planteamiento del autor, ya no se piensa en el actor como asalariado). Los actores ya no suelen actuar por obligaciones contractuales salvo que su situación personal-económica le obligue o sus intereses le animen, por lo tanto, se espera cierta “coherencia” respecto a las expectativas creadas por su parte, y como digo, no es extraño ese cuestionamiento del que hablo. Recuerdo haber leído que Pasolini no quiso utilizar actores conocidos (Ninetto Davoli, Laura Betti) para encarnar a los personajes de Salò o los 120 días de Sodoma (1975) por las represalias que pudieran sufrir tras el estreno, los problemas que pudiera acarrearles su participación en el filme en su vida personal y profesional. Este fenómeno del que hablo existe. Y con este ejemplo señalo un caso innegable de esa responsabilidad editorial de la que hablo.

Sin embargo, Pasolini no se pone en Salò delante de la cámara como Spike Lee o Nanni Moretti. Es en estos casos (siempre hablando en términos del cine de ficción, no del documental, cuestión sobre la que surgiría otro debate distinto) en los que me surgen dudas y cuestiones éticas: ¿es lo correcto y responsable por parte del realizador-autor?, ¿o es tan solo un alarde de egocentrismo, de requerir para sí la mayor atención en el momento justo?

Se me ocurre otro ejemplo que sí considero de responsabilidad editorial. El discurso final de Charles Chaplin en El gran dictador (1940). Chaplin ya no encarna a Charlot como tal en la película, ya no es Charlot, es el sosias de Hitler (ya en ello se evidencia esta responsabilidad de la que hablo) y a la vez el humilde protagonista que permanece prácticamente mudo. Se reserva sus palabras para el final, Chaplin hace hablar por fin a su eterno personaje (en su forma más parecida al original, aunque ya no lo sea) para pronunciar uno de los más bellos discursos pacifistas jamás escritos. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, este paso adelante contra el nazismo por parte de Chaplin fue muy bien considerado, sin embargo, con la posguerra y el inicio de la Guerra Fría (así como el hecho de que el discurso se vinculase con ciertos actos propagandísticos de izquierda), propició la caída en desgracia del genio en Estados Unidos. Algo más de una década después, debería abandonar el país, acosado y acusado por comunista.

En el polo opuesto del compromiso en el discurso audiovisual, se me ocurren las intervenciones de Pedro Almodóvar en sus primeras películas, protagonizando escenas de relleno a mayor gloria de su ego en Laberinto de pasiones (1982), Qué he hecho yo para merecer esto (1984), o Matador (1985). También se me ocurren los casos de todos esos cineastas en su mayoría novatos que gustan de realizar cameos a la usanza de Hitchcock. (Lo que empezó siendo una cuestión de “rellenar el cuadro” para el maestro y después una seña indiscutible de su estilo, como la firma de un cuadro, ¿qué representa en su larga saga de imitadores?).

Se me ocurren posturas intermedias como el caso de Orson Welles y Woody Allen, así como François Truffaut-actor o el caso del cameo de Luis Buñuel en Un perro andaluz (1928), que podría interpretarse de distintas formas… Se me ocurren otros casos debatibles, como los impulsos actorales de Roman Polanski o los afanes oliverianos del otrora reverenciado Kenneth Branagh. Siguiendo esta línea, me gustaría plantear las creaciones de actores que desean probar suerte como directores (sea Klaus Kinski con Paganini (1989), Al Pacino, Tom Hanks, Ben Affleck, o el ejemplo reciente de Angelina Jolie), ¿es ético hacerlo, en el caso de estos últimos sobre todo, en los que se han fraguado una imagen comercial dentro del star system? ¿Desean ser acaso más reconocidos o respetados? Se puede sacar mucha punta a muchos casos.

A modo de conclusión, retomando las riendas iniciales, ¿se puede hablar de responsabilidad editorial cuando un autor decide ponerse delante de las cámaras cuando su discurso es o puede ser problemático? ¿Se trata, por el contrario, de una cuestión de ego y afán de protagonismo? ¿O simplemente una consecuencia de su formación actoral previa? ¿Qué motivación psicológica lleva a un autor a querer ser protagonista de una de sus obras, o de una parte fundamental de ellas? ¿Y a la inversa? El debate está servido.

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