viernes, 30 de marzo de 2012

La victoria de 'The Artist' en los Oscars. Un comentario

(In memoriam Erland Josephson)

Anoche se entregaron los Oscar. ¿Alguien no lo sabía? Quisiera comentar la victoria de The Artist, a la que incluí en mi selección de 5 películas que se publicó en este blog con motivo del cambio del año. Faltaba en ella El árbol de la vida. Aún lo la había visto, lo siento. Desarrollo en las siguientes líneas las ideas que en su día planteé, por lo que me autocitaré de vez en cuando.



  • The Artist, una buena película
“Hermosa obra de gran atractivo, innegable belleza y encanto. Recupera una forma de hacer cine, una época, una serie de elementos que representan los valores más profundos del séptimo arte entendido como tal”, afirmé. Tal vez me excedí un poco con esto último: más que del séptimo arte, me refería al rescate de ciertos patrones que representan el modelo institucional clásico de hacer películas que creó Hollywood. Rescate de elementos y símbolos que configuran un código no escrito sobre cómo se hacía cine, cómo se entendía, qué se debía hacer (“la tipografía de sus créditos, sus golpes de violín, sus cuidados gags visuales…”), pero “no se limita a evocar una forma, sino que la recicla y la reinterpreta”, escribí, y es verdad. No se limita a ser un ejercicio de estilo: está pensada también para un espectador de 2011. The Artist, con su discurso formal, reivindica la concepción clásica del cine como industria en sus años de mayor esplendor económico y posiblemente artístico.

  • El teorema de The Artist
Que se presente de esta forma, y que logre demostrar su “teorema” es lo que hace de The Artist un logro, ese “todo necesario en estos tiempos que corren” al que me referí en mi texto anterior... Ese teorema es que el cine, con el poder de sus imágenes (en su forma más primitiva: 4/3, blanco y negro), puede hacer reír y llorar de la misma forma o incluso más intensa que otro tipo de experiencias más actuales que incluyan sonido, color, o 3D, a la usanza de los primeros maestros de la narración cinematográfica: pongamos que hablo de Chaplin o de Griffith.

El cine en The Artist logra su pureza artística dentro de los parámetros tecnológicos más reducidos, los del cine mudo, el cine como imagen en movimiento pura. Aunque no respondiera a mediados de los años 20 al mito del cine total, del realismo integral que fue su base fundacional, tal y como señalaba André Bazin en algunos de sus textos, el cine logró –a pesar de sus limitaciones- una expresividad y unas cualidades narrativas verdaderamente portentosas. The Artist es una película que trata de demostrar que dicho modelo sigue siendo válido, y solo por eso merece ser tenida en cuenta. A destacar el, probablemente, momento más intenso del filme, al que se sustrae cualquier sonido. (También es verdad que previamente se ha utilizado una de las mejores partituras musicales de la historia del cine, a cargo del puto amo Bernard Herrmann, y eso emociona, lo quiera uno o no, pero no entraré en la demostración de que The Artist es una película que se ajusta al concepto de postmodernidad, porque es evidente).

  • ¿Qué se puede achacar a The Artist?
No es una película que deje poso, no tiene un subtexto de reflexión, no desea obtener un compromiso por parte del espectador. Pero tampoco se lo propone. Puestos a sustraer añadidos a la creación cinematográfica como producto industrial, era lógico y ético que se limitara a hacer lo máximamente disfrutable y evasiva la experiencia de su visionado.

Colocada al lado de los grandes clásicos originales, que alcanzaron esa máxima expresividad de la que hablo (pongamos que hablo de películas del último periódo del cine mudo americano como Amanecer –Murnau-, El viento –Sjöström-, Luces de la ciudad –Chaplin-…), evidentemente, The Artist palidece. Pero tampoco se propone ser un clásico. Tan solo reivindica el modelo clásico como válido para el entretenimiento a la vez que homenajea a los referentes, admitiendo su superioridad. Que diversos factores hayan propiciado su lluvia de premios, es otra cosa.

  • ¿Es The Artist la mejor película del año?
Probablemente no. Pero no entiendo la indignación de algunos con que haya ganado 5 Oscars, esa “patada a la historia” de la que habla Gregorio Belinchón en El País. Ni tanto ni tan calvo. Desde siempre, y es un hecho que se ha reforzado en los últimos años, los Oscars son una suma de diversos factores (popularidad del producto, intereses comerciales, visibilidad del filme en el mercado,…), que no constituyen la verdad absoluta sobre el arte cinematográfico. Indudablemente, Ben-Hur, Titanic y El retorno del rey, con sus 11 Oscars, no son las tres mejores películas de la historia: ¡no hace falta que yo lo diga!

The Artist tal vez haya recibido más galardones de los que merezca a lo largo de los últimos meses, pero eso no significa que sea una mala película. ¿Esperaban los “espectadores cultos” que ahora se indignan que se premiase con un Oscar El árbol de la vida? ¡Ya es bastante que la han nominado y que los académicos han hecho el esfuerzo de aparentar que de verdad valoran la calidad y no se guían, principalmente, por fines industriales! Es más, yo, si fuera Malick, me alegraría de tener una Palma de Oro y no un Oscar a la Mejor Película, después de haber recibido este premio títulos como En tierra hostil. ¿Fue En tierra hostil la mejor película de 2009? El árbol de la vida es seguramente la mejor película de 2011, no necesita premios que lo acrediten.

A los factores que señalé antes, añadiría también que The Artist es un homenaje (aunque también una crítica soslayada, por más que el protagonista se reintegre en el sistema) al modelo esencial y original de la producción industrial del cine americano, en una palabra, a Hollywood. Y a todo el mundo le gusta sentirse halagado y que le recuerden sus momentos de esplendor.

  • Los artistas de The Artist: un futuro incierto
Siento alegría, pero a la vez incertidumbre por el futuro profesional de los premiados. Tengo la impresión de que The Artist es una de esas películas que se ponen de moda (o que se impone ‘desde arriba’ que están de moda; creo que su éxito es una suma de ambas partes) y con el paso del tiempo se acaban quedando en el desván de la memoria. No se niega su calidad, pero quedan para el gran público como un hito del pasado.

Que Jean Dujardin haya sido galardonado con el Oscar a Mejor Actor no garantiza que vaya a ser digerido automáticamente por la industria norteamericana. Probablemente se cree en torno a él un cliché en base al que trabaje, o quede relegado a papeles inferiores a sus capacidades con el fin de trabajar en la industria americana. Quiero decir que, salvo que tenga mucha suerte, seguirá siendo un extranjero, como la mayoría de extranjeros premiados previamente.

“Ojalá la carrera de su director no se quede en este filme”, escribí en mi breve reseña anterior sobre el filme. Ojalá, subrayo ahora. Michel Hazanavicius tiene toda la pinta de ser un futurible juguete roto de la industria cinematográfica. El éxito de The Artist no garantiza que su talento como narrador sea indiscutible, así como la inmadurez creativa que suele acarrear una escasa carrera pueden jugarle malas pasadas. Por un tiempo será catapultado por las campañas promocionales a la categoría de auteur, de sello de calidad (como nos pasó en España con el caso de Amenábar) pero el tiempo demostrará si su talento es verdadero, y, en caso de serlo, duradero (en el citado ejemplo de Amenábar, parece que el ego y los excesivos premios han dejado paralítico al presunto artista–salvador del cine español). Pienso también en el caso del, en este caso sí, genial Jacques Demy. Su tercera película, Los paraguas de Cherburgo, marcó un hito en su producción (un éxito internacional, Oscars incluidos) que nunca llegaría a igualar comercialmente (artísticamente, creo que sí, aunque solo con su siguiente filme, producido a rebufo del éxito del anterior, Las señoritas de Rochefort), y nunca logró sobreponerse a ello: siempre fue el director de Los paraguas de Cherburgo. Se me ocurren también los nombres de muchos de esos directores premiados que luego se han caído con todo el equipo: por ejemplo, John Schlesinger, que acabaría su carrera dirigiendo producciones infames a mayor gloria de gente como Madonna; o John G. Avildsen, que se quedaría para dirigir Karate Kid y secuelas, Rocky V y subproductos de Jean-Claude Van Damme. También los hay que no se han llegado a caer con todo el equipo pero que ya han pasado su momento, como Paul Haggis. Pienso también en todos esos directores que nunca recibieron un Oscar, en los que seguramente estás pensando, y cuyos apellidos han trascendido al paso del tiempo.


Pienso en Erland Josephson, un hombre que nunca ganó un Oscar al Mejor Actor y al que, a pesar de su legado actoral, de méritos innegables, hoy no se le ha dedicado por su muerte más que unas ajustadas notas de prensa en los medios de comunicación españoles.

(Una interesante entrevista de Josephson).

Autoría y responsabilidad. La problemática de los autores-actores (y viceversa)


De un tiempo a esta parte, he detectado cierto comportamiento autoral que me ha llamado la atención, me ha evocado la idea de “responsabilidad editorial” propia de los medios de comunicación. Suele existir la figura de un editor o un responsable de contenidos –llámesele como se quiera- que determina la línea a seguir por estos, la estrategia discursiva por la que guiarse, alguien que escribe o dicta lo que se viene a llamar el editorial del medio.


Cierto es que no hay nada tan editorializante como el estilo propio en la creación artística. Al igual que en un medio de comunicación, en caso de gresca, debe responder y dar la cara el autor del texto causante de la controversia o en última instancia el editor, parece sencillo determinar que en la creación cinematográfica ha de ser el guionista, director o incluso el productor el que dé la cara en caso de producirse polémica por algún contenido o discurso. En otros, se culpa al actor-estrella de aceptar realizar ciertas escenas.

Son abundantes los casos en que las circunstancias de producción o la voluntad autoral presentan fundidos dichos roles, y en caso de polémica, es el autor (por lo general, director y guionista) el que da la cara. Nada de qué sorprenderse, es algo de lo más habitual, que un creador responda a las cuestiones e interpretaciones que derivan de su obra. Sin embargo, me plantea dudas y cuestiones éticas cuando es el director el que se pone delante de la cámara. Mi paranoia responde, por tanto, a la necesidad de plantear ciertos casos y preguntas.
Recientemente he visto un par de casos que me han llamado la atención. Uno es el de Spike Lee en Haz lo que debas (1989). Productor, guionista, director y protagonista. Se asume plenamente que lo que vamos a ver en pantalla es una creación suya con todas las de la ley. En el último acto de la película, se hace patente el conflicto racial que hasta entonces estaba latente, y es Spike Lee encarnando a su personaje el que, como negro, lanza la piedra como respuesta al hombre blanco, desatando el linchamiento final a cierta familia de italoamericanos. Es un acto que revela valentía, al presentar la otra cara del tema central de la película. Digamos que Spike Lee no actúa como un dedo acusador que pretende señalar a una parte del problema y victimizar a la otra, opta en cambio por decir que cada parte tiene sus peros. No quiere que su discurso sea plano, a la vez que defiende la lucha contra el racismo: denuncia la intolerancia en cualquiera de sus formas. Frente al revuelo que pudiera desatar, es él y no otro actor el que tira dicha piedra.


Un segundo caso: Nanni Moretti en El caimán (2006). Aprovecho para decir que El caimán es una gran película, a pesar de lo desconocida que permanece para el público español. Moretti dirige, escribe… Parece raro, pero solo ha aparecido en un cameo graciosillo cuando llevamos hora y media de metraje. Sin embargo, para el final, cuando toca encarnar, o más bien, criticar más abiertamente a través de la caricatura, a Silvio Berlusconi, Moretti se pone el traje de actor y, reutilizando de nuevo la expresión, da la cara. En estos dos casos, no se puede tachar a estos autores de esconderse detrás de alguna estrella para abordar el eje principal de su conflicto, de utilizar como herramienta a algún actor para afrontar la parte más problemática de su discurso.

El fenómeno de acusación o de cuestionamiento al que aparece en pantalla existe. Quién no ha dicho alguna vez: “¿qué hace este prestándose a esto?”, “¿cómo puede defender este discurso este tío?” (se sobreentiende que si ha aceptado el papel es porque está de acuerdo con el planteamiento del autor, ya no se piensa en el actor como asalariado). Los actores ya no suelen actuar por obligaciones contractuales salvo que su situación personal-económica le obligue o sus intereses le animen, por lo tanto, se espera cierta “coherencia” respecto a las expectativas creadas por su parte, y como digo, no es extraño ese cuestionamiento del que hablo. Recuerdo haber leído que Pasolini no quiso utilizar actores conocidos (Ninetto Davoli, Laura Betti) para encarnar a los personajes de Salò o los 120 días de Sodoma (1975) por las represalias que pudieran sufrir tras el estreno, los problemas que pudiera acarrearles su participación en el filme en su vida personal y profesional. Este fenómeno del que hablo existe. Y con este ejemplo señalo un caso innegable de esa responsabilidad editorial de la que hablo.

Sin embargo, Pasolini no se pone en Salò delante de la cámara como Spike Lee o Nanni Moretti. Es en estos casos (siempre hablando en términos del cine de ficción, no del documental, cuestión sobre la que surgiría otro debate distinto) en los que me surgen dudas y cuestiones éticas: ¿es lo correcto y responsable por parte del realizador-autor?, ¿o es tan solo un alarde de egocentrismo, de requerir para sí la mayor atención en el momento justo?

Se me ocurre otro ejemplo que sí considero de responsabilidad editorial. El discurso final de Charles Chaplin en El gran dictador (1940). Chaplin ya no encarna a Charlot como tal en la película, ya no es Charlot, es el sosias de Hitler (ya en ello se evidencia esta responsabilidad de la que hablo) y a la vez el humilde protagonista que permanece prácticamente mudo. Se reserva sus palabras para el final, Chaplin hace hablar por fin a su eterno personaje (en su forma más parecida al original, aunque ya no lo sea) para pronunciar uno de los más bellos discursos pacifistas jamás escritos. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, este paso adelante contra el nazismo por parte de Chaplin fue muy bien considerado, sin embargo, con la posguerra y el inicio de la Guerra Fría (así como el hecho de que el discurso se vinculase con ciertos actos propagandísticos de izquierda), propició la caída en desgracia del genio en Estados Unidos. Algo más de una década después, debería abandonar el país, acosado y acusado por comunista.

En el polo opuesto del compromiso en el discurso audiovisual, se me ocurren las intervenciones de Pedro Almodóvar en sus primeras películas, protagonizando escenas de relleno a mayor gloria de su ego en Laberinto de pasiones (1982), Qué he hecho yo para merecer esto (1984), o Matador (1985). También se me ocurren los casos de todos esos cineastas en su mayoría novatos que gustan de realizar cameos a la usanza de Hitchcock. (Lo que empezó siendo una cuestión de “rellenar el cuadro” para el maestro y después una seña indiscutible de su estilo, como la firma de un cuadro, ¿qué representa en su larga saga de imitadores?).

Se me ocurren posturas intermedias como el caso de Orson Welles y Woody Allen, así como François Truffaut-actor o el caso del cameo de Luis Buñuel en Un perro andaluz (1928), que podría interpretarse de distintas formas… Se me ocurren otros casos debatibles, como los impulsos actorales de Roman Polanski o los afanes oliverianos del otrora reverenciado Kenneth Branagh. Siguiendo esta línea, me gustaría plantear las creaciones de actores que desean probar suerte como directores (sea Klaus Kinski con Paganini (1989), Al Pacino, Tom Hanks, Ben Affleck, o el ejemplo reciente de Angelina Jolie), ¿es ético hacerlo, en el caso de estos últimos sobre todo, en los que se han fraguado una imagen comercial dentro del star system? ¿Desean ser acaso más reconocidos o respetados? Se puede sacar mucha punta a muchos casos.

A modo de conclusión, retomando las riendas iniciales, ¿se puede hablar de responsabilidad editorial cuando un autor decide ponerse delante de las cámaras cuando su discurso es o puede ser problemático? ¿Se trata, por el contrario, de una cuestión de ego y afán de protagonismo? ¿O simplemente una consecuencia de su formación actoral previa? ¿Qué motivación psicológica lleva a un autor a querer ser protagonista de una de sus obras, o de una parte fundamental de ellas? ¿Y a la inversa? El debate está servido.

'La chispa de la vida', de Álex de la Iglesia. Cine sin chispa


¿Qué fue de Álex de la Iglesia? Sí, aquel director de El día de la Bestia y La comunidad. Algunos dicen que sigue dirigiendo… Parece que sí. Desde luego parece mentira que el mismo hombre que hace una década firmaba títulos como los antes mencionados sea responsable de otros como La chispa de la vida ahora. Sí, hay rasgos que hacen pensar que sigue siendo la misma persona, pero los liftings según se envejece no siempre quedan bien. Y si no que se lo digan a Juan Luis Galiardo, que vaya estirado se ha metido.La chispa de la vida es una película carente de ingenio, de sutileza y de integridad. Por el contrario es fácil, oportunista y su mensaje está enunciado de la peor manera. El señor Álex, me recuerda a su predecesor Eloy de la Iglesia en sus trabajos más endebles, chuscos y panfletarios como Miedo a salir de noche o La mujer del ministro… Ese tono crítico, sí, pero a toro pasado, claramente oportunista, de estética feísta y de trazo grueso, gruesísimo. Ese discurso de denuncia fácil que tiene buenos muy buenos y malos muy malos, saldado para mas inri con la demonización hipócrita de los medios de comunicación.


¿Y por qué hipócrita, Lomas?, ¿cómo te pasas, no? Sí, hijos míos. Critica a los políticos pero pone el cazo, critica a los medios de comunicación pero cuenta con la colaboración de Telecinco. ¿Esto qué es? Sí, mucho cubrirse con que los canales de televisión tienen otros nombres y tralarí y tralará pero… ¿quién les ha autorizado a utilizar imágenes de Sálvame o a utilizar el plató de Informativos Telecinco, García Campoy y Josto Maffeo incluidos?

La hipocresía no es el único mal del que adolece este trasto. Además de la mencionada falta de profundidad, sufre de un metraje excesivo, de un guión infantiloide y bastante incoherente en algunos momentos y, sobre todo, una pedantería preocupante y adoctrinadora. Entre los momentos más bochornosos destacan el “improvisado” monólogo de Mota condenando lo malos que son los bancos, o las escenas de Juanjo Puigcorbé en general, destacando aquellas en las que aparece en su casa, muy perverso él, rodeado de zorritas en pelotas (en plan cine carca total, como si fuera un malo de Tango y Cash o algo así... Sí, la referencia no es casual).

Qué es pedante: lo del teatro-circo mediático es de primero de bachillerato, los extractos de la televisión real (Lydia Lozano diciendo “me gusta ser parte de este circo…”), ese final aparentemente simbólico de la patada de Salma Hayek… De la Iglesia quiere que los críticos se fijen en esos detalles y le aplaudan, pero es tan fácil que no tiene gracia.

A ello le sumamos querer ir de ‘indignado’ pero a la vez rentabilizar la jugada, y más de esta forma, es sonrojante: el hombre con más audiencia de la televisión, actriz hollywoodiense, reparto televisivo,… Se condena un circo convirtiéndose el filme en uno mismo, aunque con aires de dignidad, como el chivato de confianza de la profe, que no por ello es menos chivato. Y señala sin lavarse las manos antes.

No es que De la Iglesia ruede mal, su forma de filmar se mantiene efectiva, pero en esta ocasión, como en Balada triste de trompeta, no ha sabido narrar, no ha sabido emocionar, no ha sabido hacer algo real de esa realidad de la que bebe. Y eso requiere torpeza. Repite trucos, abusa de efectismos,… Y no es que no sea necesario un cine sobre la crisis, la corrupción, las dobles caras y falsa moral de nuestra sociedad… ¡pero es que se puede hacer mejor!

La primera media hora del filme funciona de manera efectiva, pero a partir de que Mota se queda pinchado, De la Iglesia se despista, queriendo dar voz y seguimiento a demasiados personajes y tramas que hacen perder intensidad al núcleo emocional del asunto. El metraje se hace largo y la conclusión es tremendamente amanerada y telefílmica.

Tengo la impresión de que el director se ha creído por encima de sus posibilidades, y que todo le parecía poco a la hora de añadir elementos a la que pensaría su “obra maestra”. Desde luego el guión de Randy Feldman se podría haber remendado bastante más con astucia (no estamos hablando de un Ennio Flaiano, de un Paul Schrader o una Suso Cecchi d’Amico, no, ¡este señor tenía unos antecedentes!), pero claro, siendo el mismo Randy Feldman productor ejecutivo… a ver quién dice que no a la pasta (uy, ¿no era ese el mensaje de la película?).

Lo único que se salva de la función es José Mota y algunos de los secundarios de la película. La elección a dedo de Carolina Bang (maleja donde las haya) como la periodista buena garantiza la frialdad más absoluta en lo que debería ser uno de los momentos más dramáticos del filme, así como Salma Hayek, a pesar de su evidente esfuerzo interpretativo, también demuestra en algunos momentos que no da más que sí. Blanca Portillo, Antonio Garrido, e incluso Juan Luis Galiardo destacan como secundarios entre otros de relleno convocados para completar el cartel y añadir algunos minutitos al asunto (Antonio de la Torre, Santiago Segura, la niña de Camino…).

José Mota merece el Goya por su apasionada interpretación, por su viveza, por su humildad, por más que De la Iglesia le retire el plano más de lo que debiera a lo largo del metraje. José Mota merece el Goya por no perder su dignidad ni en los momentos más burdos y panfletarios de la cinta, por esforzarse en demostrar su otra cara –y por tanto renovarse– como artista.

Por lo demás, solo me queda decir que si La chispa de la vida hubiera sido más reflexionada, más honesta, más breve (75 minutos hubieran sido suficientes), más aguda y menos despistada, así como con mayor altura de miras (el discurso nos lo sabemos de memoria, ya se ha hecho esta película y mejor antes), si hubiera sido menos burda y predecible, si se hubiese realizado con menos prisas a rebufo de unos poco merecidos Leones de Oro, en ese caso, sí, hubiera sido una buena película. Por desgracia, solo nos ofrece la bastez, la sabihondez y la simpleza de un refrán de pueblo (y precisamente no es por Mota), y es que, como bien se dice en el mío, “Al que no sabe llevar bragas, las costuras le hacen llagas”. Las ingles de De la Iglesia están enrojecidas y el valor de su producción desciende en picado por querer abarcar demasiado… esperemos que encuentre la pomada pronto y la piel vuelva a estar sana como en su juventud.

Jacques Demy (V y final). 'Trois places pour le 26'


Trois places pour le 26 (1988) es la última película de Jacques Demy, exceptuando su colaboración con el cineasta Paul Grimault en La table tournante (también de 1988), en la que dirige las escenas con actores reales que se intercalan entre los cortos de animación de Grimault. Trois places pour le 26 se puede considerar, sin duda, un filme raro, una rareza la suya que conlleva matices positivos y negativos. Llega después del fracaso comercial y de crítica de su obra anterior, Parking (1985), por el que Demy se planteó muy seriamente seguir dirigiendo. Tras esta producción, se puede afirmar sin duda que Trois places pour le 26 es una producción mucho mejor, pero tampoco es la película perfecta para cerrar la filmografía de este cineasta tan singular, no está a la altura de su cine de los sesenta.


En cualquier caso, creo que merece la pena, y bastante. Demy tampoco esperaba que fuera su última película: en su concepción original, se trata tan solo de un filme con el que “salir del paso” de los vientos en contra que lastraban su carrera. Sin embargo, este trabajo que en su origen era un simple encargo –o más bien un favor- del productor-director Claude Berri a mayor gloria del actor y cantante Yves Montand (El salario del miedo, Z, Todo va bien), le resulta a Demy la oportunidad de retomar un antiguo proyecto de los 70, Dancing, que en su día ya propuso a Montand. Por tanto, Trois places pour le 26 es el punto convergente de estas dos ideas: el musical de los 70 que Demy soñaba realizar cuando Montand estaba en la cumbre de su carrera, y el filme de encargo-favor de Claude Berri que el cineasta está dispuesto a pagar tras el éxito de dos películas que había dirigido, revalorizando con su gran éxito la figura de Montand (Jean de Florette y Manon des sources, ambas de 1986).

Es el momento de hacer un esfuerzo y volver a creer en uno mismo, y así es como pienso que Demy afrontó esta última película. Sin embargo, a pesar de su habilidad en la dirección, se aprecia cierta falta de confianza del cineasta en su faceta de guionista, así como en algún momento vuelve la vista atrás con algo de tristeza (el momento más evidente es cuando Montand, en un número en el que homenajea el cine musical, entona por unos segundos la melodía principal de Los paraguas de Cherburgo: Demy y Legrand hacen un guiño al esplendor de su colaboración en el pasado).


Como digo, se nota que no es la película con la que quería acabar su carrera, pero, obligado por las circunstancias (durante el rodaje, tuvo que ser hospitalizado en un par de ocasiones, que propiciaron que se le diagnosticara sida), hizo un esfuerzo adicional, logrando algunas escenas brillantes (que se intercalan con otras que ni suman ni restan y son características de la propuesta comercial que en su inicio iba a ser). Demy intuye que será su última película y la dedica a su mujer, Agnès Varda.

El argumento mezcla realidad y ficción. Yves Montand regresa en el filme, interpretándose a sí mismo, a la localidad de su juventud, Marsella, para presentar su nuevo espectáculo, Montand de notre temps, y de paso, tratar de retomar la relación con un amor de su juventud. Dicho amor es ahora la mujer de un barón encarcelado por delitos de corrupción y madre de Marion (la lozana Mathilda May, antes de perder su dignidad rodando una de las peores películas del cine español), una chica con muchos pájaros en la cabeza que sueña con ser artista y conocer a su ídolo, el entertainer Montand. El destino hará que acabe siendo la coprotagonista de su show.

Demy retoma los destinos cambiantes, el espíritu romántico e idealista de sus personajes, la ciudad cercana al mar, las madres bellas que no envejecen, los giros inesperados de guión, las referencias a la vida bohemia de los marineros… Demy vuelve a ser Demy en gran parte de metraje.

Bernard Évein en la decoración, su hija Rosalie Varda en vestuario, Michel Legrand en la música (y Michael Peters, responsable de la coreografía de Thriller o Beat it, de Michael Jackson, dirigiendo el cuerpo de baile). Legrand retoma su habilidad para crear pegadizas melodías de canciones que reflejan los estados de ánimo de los personajes (en Parking no había estado muy acertado), y llevaba sin componer para Demy con ese fin desde Piel de asno (1970), aunque en esta ocasión apuesta por los sintetizadores y las cajas de ritmos con un resultado bastante extraño algunos ratos: no es el sonido habitual de su trabajo y se nota, pero las melodías salvan la jugada. De nuevo Demy regresa a sus letras-diálogos chispeantes y aparentemente fáciles.

Y es que, a pesar del desarrollo bastante lineal y a ratos previsible del guión, y de algunas incoherencias en su desarrollo (todo se trata de camuflar llevando al extremo la “ingenuidad” de los personajes, que en algunos momentos se quedan bastante simples), Demy se luce en los números musicales y con algunos volantazos autorales que le dan chicha al asunto.

Menciono esos números musicales porque, en ellos, el director vuelve a explotar las posibilidades del formato ancho de filmación, cuenta con un amplio cuerpo de baile, coreógrafo norteamericano, y la verdad, es que mucho más dinero que en anteriores producciones. Y se nota. Y le saca partido.

La secuencia de apertura del filme es un manual sobre cómo se debe realizar un número musical. Demy realiza su particular “escalera de Odessa” acompañado del sonido ochenteno de Legrand. Montand y su equipo se disponen a descender por la gran escalinata de la ciudad, los periodistas y cámaras les acosan. El artista responde formal, mientras todos cantan y bailan. Se trata de un ejercicio de gran dificultad, resuelto con maestría: podrá cuestionarse la letra, la música, la danza, pero la dirección de Demy es intachable, combinando planos cortos y dinámicos con grúas que se elevan para recoger a la multitud en movimiento.

El resto de números musicales se concentran en su mayor parte dentro del espectáculo de Montand, y entre ellos destaca el que mencioné antes de homenaje al cine musical, verdaderamente sentido.

La irrealidad del musical se lleva al extremo, y no solo en el plano teórico. Se habla de un pasado romance de Montand durante la Segunda Guerra Mundial, y de que han pasado 22 años desde entonces: estaríamos hablando de que la historia se desarrolla en los años 60, como mucho 70, pero no, es en los 80, tal y como parece. Montand debería tener unos 40 ó 50 años, pero no, tiene ya los sesenta bien cumplidos… Pero no, Demy se empeña en que solo han pasado 22 años (¿posible capricho al respetar la fecha primitiva de Dancing, su proyecto original?). Otro momento de pura transgresión de la realidad es sin duda el número musical de la perfumería en el que Marion y sus compañeras sueñan con lograr tres entradas para el día 26 (el del estreno del show, de ahí el título), y la joven baila y canta con la imagen de Montand con la que sueña.

Pero sin duda, la gran apuesta argumental de Demy llega en el tercer acto de la historia. Si hasta ahora, la corrección y la formalidad eran las notas predominantes y todos los personajes permanecían actuando dentro de su aparente sencillez, Demy se plantea una pregunta. ¿Cómo terminaría un musical clásico esta historia? Surgen dos respuestas: una, que Montand seduce a la joven Marion como el gran caballero que siempre ha sido; dos, que Montand logra reconquistar al amor de su juventud. Demy fusiona y reinterpreta los patrones clásicos: la noche del estreno, animados por el éxito, Montand y Marion acaban acostándose juntos. A la mañana siguiente, se enteran de que son padre e hija.

Cuando el espectador todavía sigue en actitud :O, Demy resuelve la historia con un muy bien interpretado juego de miradas (reduciendo la narración cinematográfica a su expresión básica: la visual) y, como en todas sus películas, acaba cerrando el iris de su objetivo, en esta ocasión por última vez.

El director termina su filmografía con un incesto, un tema que ya había sido sugerido y evitado anteriormente (Piel de asno), y con el que sale finalmente a la superficie la sexualidad oculta y derivados, que habían acompañado a sus personajes en toda su filmografía: desde la inocente prostituta Lola, al embarazo masculino de Mastroianni en No te puedes fiar ni de la cigüeña, pasando por el enganche sexual de La bahía de los ángeles, la aparente frigidez de la masculina Lady Oscar o todo lo perversamente sexual que es que Dominique Sanda se pase Una habitación en la ciudad completamente desnuda bajo un abrigo de visón. Demy termina sus reinterpretaciones de sus referentes del cine clásico y del musical, provocando definitivamente al espectador sacando a la luz esa otra cara que esconden sus personajes en apariencia simples y soñadores.

Él mismo podría encajar en ese tipo de personaje: se había autorretratado así en sus filmes. Bastante se ha especulado sobre la sexualidad de Demy (no en vano, murió de sida), aunque siempre se presentó como el fiel marido de Agnès Varda, parte esencial de un duradero matrimonio ideal.

La realidad en el cine de Demy siempre tiene una cara negativa que merece ser analizada (Deneuve en Los paraguas de Cherburgo promete a su amado que jamás vivirá sin él, y vaya que si podrá; así como en Las señoritas de Rochefort los personajes cantan y bailan sin preocuparse de la inminente guerra que anuncian los periódicos, e incluso conviven e intercambian chistes con un peligroso maniaco sexual con pinta de abuelito afable), y que finalmente pasa del estado latente a hacerse patente en su última película. El cine de Demy, merece, como vengo diciendo desde mi primer post, una revisión. Hay mucho que sacar de sus imágenes. Mucho más que en el cine aparentemente críptico de ciertos directores de alma hueca.

En los últimos años de su vida se dedicó a recuperar sus recuerdos, a pesar de tener iniciados algunos proyectos. Consciente de su debilidad y de su complicado futuro, cedió todos esas memorias a su mujer Agnès Varda, con las que esta compuso la memorable Jacquot de Nantes (1991), cuyo rodaje supervisó Demy, muriendo a los pocos días de terminarse.

Jacquot de Nantes es una obra bellísima, un sentido homenaje de la mujer que le amaba a ese hombre de complejo y rico mundo interior –vestido de tranquilidad- al que la vida, como filma Varda, se le escapa como arena entre las manos. La cineasta retrata la piel de Demy, su pelo, su carne envejecida antes de que desaparezca, y recrea en Nantes su infancia y adolescencia, origen de su obra.

Varda retomaría la figura de su marido en dos películas más, ambos de carácter documental. Les demoiselles ont eu 25 ans (1993) recoge el regreso de Varda y miembros destacados del equipo de Las señoritas de Rochefort precisamente a esta ciudad, la del rodaje, así como sus impresiones. Más interesante es L’univers de Jacques Demy (1995), un amplio recorrido por el cine y la vida –más bien, la vida a través del cine- del cineasta de Nantes, repleto de anécdotas, comentarios y datos de interés que hará las delicias de todo aquel que desee saber más sobre él y sobre sus películas. Nadie mejor que Varda para explicar al mundo el lado íntimo y personal de su marido, Jacques Demy.