miércoles, 12 de octubre de 2011

Jacques Demy (III): 'Piel de asno' (1970), 'The pied piper' (1972) y 'No te puedes fiar ni de la cigüeña' (1973)

En el anterior post, dejé a Jacques Demy regresando a Francia, tras la fallida experiencia americana que supuso para él Model shop. Tras haber rechazado un proyecto con Ingrid Bergman y Anthony Quinn, aborda Piel de asno (Peau d’âne, 1970), adaptación del cuento de Charles Perrault. Colaborando de nuevo con Catherine Deneuve como protagonista y con Michel Legrand como responsable de la música, se trata de una revisión del cuento pensada por Demy desde el enfoque que le hubiera dado cuando era niño.
Así pues, la creatividad y la imaginación están al servicio del filme que rinde claramente homenaje a los títulos más emblemáticos del mítico Jean Cocteau (La bella y la bestia, Orfeo, etc). Esto se aprecia tanto en el uso dramático que se hace de variados trucajes como en la cita de sus versos o, sobre todo, en la aparición de Jean Marais como padre de la princesa protagonista.
La película cuenta cómo, tras haber recibido la proposición de matrimonio por parte de su propio padre, la princesita Deneuve huye de su castillo, auspiciada por el Hada Violeta y vestida con una sucia piel de asno, para pasar desapercibida entre el pueblo y evitar el compromiso. Sin embargo, un príncipe quedará encandilado del encanto de la chica a la que todos llaman 'Piel de asno' y decidirá esposarse con ella.
Además de con Marais y Deneuve, el filme cuenta con Jacques Perrin en su segunda colaboración con Demy como el príncipe y la estupenda Delphine Seyrig como el Hada Violeta. Más que de un musical, se trata de una película de fantasía que nos invita a revivir por una hora y media nuestra infancia, y lo hace con una cuidada dirección de arte, creativos trucajes y hermosos temas de Michel Legrand. Sin embargo, a pesar del evidente esfuerzo del realizador y su equipo, el hecho de venir de un fracaso en taquilla como Model shop mermó bastante el presupuesto del filme, y aunque en un principio las previsiones indicaban que se podría financiar sin problema, Demy y Deneuve tuvieron que invertir parte de su sueldo en la producción, que superó en casi un millón de francos el presupuesto original de 4 millones. No obstante, a pesar de contar con una figuración más limitada que en proyectos anteriores y haberse realizado en decorados más austeros, se trata de un filme genial rebosante de ingenio y de candor: un hermoso trabajo de un artista que desea hacer sentir bien a su público, recuperando la ingenua felicidad de la infancia.
Aunque no logró las cifras en taquilla de sus dos filmes anteriores rodados en Francia, Demy colocó sin problemas su película entre las 10 más vistas del año en Francia. La película cuenta con cierta tradición allí y muchos entonces niños recuerdan momentos como el que, al ir a abrir un huevo, Deneuve se topa con un pollito ya crecido, mientras hace un Pastel de Amor para su príncipe. Asimismo, no son pocos los comentarios en Youtube de gente que ha llegado a hacerlo y no lo ha encontrado tan delicioso como para enamorarse. Pero eso ya es otra cuestión.
Debido a que se veía con dificultad de afrontar proyectos de mayor envergadura como los realizados a mediados de los sesenta, Jacques Demy acepta el encargo por parte de productores británicos de adaptar la historia de El flautista de Hamelín. Con un guión firmado en su mayor parte por otros dos guionistas, Demy aporta su buen hacer en la dirección en un título, la verdad, bastante discreto. Se trata de The pied piper (1972). A pesar de contar con una buena dirección de arte y un evidente y generoso presupuesto, el guión es débil y da muchas vueltas para tratar de estirar la premisa argumental del cuento de toda la vida. Los actores John Hurt y Donald Pleasance dan cierto empaque a un reparto de actores prácticamente desconocidos entre los que se encuentra el cantante de moda entonces Donovan (al que, por más que se le colocase como cabeza de cartel en los posters, apenas se le dan unas pocas escenas. Su escaso mérito como actor intenta suplirlo con alguna cancioncilla para los fans en lo que es, sin duda, un reclamo publicitario bastante burdo).
Poco más hay que destacar de The pied piper / Le joueur de flûte, salvo que se hace algo pesada y que, aunque está bien resuelta en el terreno de la dirección (Demy apuesta por el uso de planos secuencia casi más que en ninguna otra película), se llega a hacer pesada.
La suerte no mejoró para Jacques Demy con su siguiente proyecto, desafortunadamente. Tratando de obtener ingresos para abordar títulos de mayor envergadura, decidió hacer una comedia ligera (o no tanto, según algunos análisis más recientes) con la pareja de moda entonces, tanto en el cine como en la vida real: Catherine Deneuve (en su cuarto y último rol para Demy) y el siempre genial Marcello Mastroianni. Así nace L'événement le plus important depuis que l'homme a marché sur la Lune (1973, en español: No te puedes fiar de la cigueña), una coproducción francoitaliana que se distribuyó en Italia con el nombre de Niente di grave, suo marito è incinto: sin duda tres títulos imposibles para el que es, junto a Parking (1985), el trabajo más endeble del cineasta francés.
La premisa argumental de la película es que el profesor de autoescuela Marco Mazetti (Mastroianni), se queda embarazado, sin aparente explicación. Deneuve hace de su preocupada mujer. Los médicos, tras realizar sus investigaciones, le dicen que el embarazo es fruto de los productos químicos que se aplican hoy día a los productos alimentarios. Tras la consternación por la extrañeza del caso y la resonancia en los medios de comunicación, resulta que todo ha sido para nada. Y la película acaba, sin justificación aparente de la hinchazón de Mastroianni, con la pareja protagonista (o más bien la película en sí) habiendo vendido humo para nada, pero acaba en boda, lo cual presuponen los productores que es algo bonito y alegre.
Demy reconoció a posteriori haberse doblegado a todas las sugerencias de los productores con tal de acabar el trabajo en un tiempo ajustado y estrenar cuanto antes, confiando en la efectividad de la propuesta. Así pues, la versión estrenada en Francia y la estrenada en Italia de la película son muy diferentes. En primer lugar, en el proceso de doblaje, los diálogos fueron alterados con humor barato exaltando lo guays que son los italianos y lo manoflojas que son los franceses; en segundo, la estúpida, vulgar y hortera secuencia de créditos francesa en la que aparece hasta la cara del apuntador, se sustituye por unos simples rótulos blancos sobre negro, que duran los 4 minutos de la canción de Mireille Mathieu que da título a la película; en tercer lugar, los finales son distintos, y el orden de las escenas se altera. En el final francés, los mojigatos productores, preocupados por el hecho de que la gente imaginara a Mastroianni dando a luz un hijo a través de su uretra, decidieron acabar con el desenlace original de la historia y colocaron la escena de la boda en sustitución; la versión italiana acaba con Mastroianni poniéndose de parto y con distintos hombres resultando embarazados en distintas partes del país, así como el debate sobre el caso y futuras subvenciones en el parlamento. Estas escenas aparecen en la versión francesa de manera gratuita a mitad de la película, y se quedan en nada y sin justificación, dado que Mastroianni al final no da a luz.
La mala suerte del filme continúa en la versión distribuida en España en DVD, en la que las intervenciones musicales de la cantante Mireille Mathieu (sí, tiene una escena gratuita que no aporta nada a la trama, metida con calzador con fines comerciales), desaparecen del montaje final. Asimismo, se ha optado por dejar para el público español el infame aborto del final francés.
La idea de la cinta nació al preguntarse Demy cómo llevaría un hombre quedarse embarazado, mientras seguía con atención el embarazo de su mujer, Agnès Varda. En revisiones posteriores, algunos han querido ver una propuesta de debate feminista en la película, pues en la época de su realización cuestiones como el aborto o los anticonceptivos estaban en el ojo del huracán. Demy insinúa que si fuéramos los hombres los que tuviéramos que pasar por esa situación, se abordarían estos temas de una manera mucho más benévola.
Sin embargo, el resultado es fallido en su mayor parte, bastante soso e insulso, por más que Mastroianni se esmere en darle dignidad a un producto que se nota rodado con poca pasión y cediendo en cualquier punto controvertido en favor de los productores. El filme fue un sonado fracaso y dejó a Demy sin trabajo durante más de un lustro, así como la reputación muy mermada por algunos años más.

sábado, 8 de octubre de 2011

Jacques Demy (II): el éxito mundial ('Los paraguas de Cherburgo', 'Las señoritas de Rochefort') y la aventura americana ('Model shop').


Es 1964. Demy ha logrado el presupuesto y el equipo que deseaba. Mag Bodard le respalda en la producción, convencida de la validez de su proyecto. Arranca entonces la realización de Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg), una apuesta sin precedentes y con más riesgos que puntos de apoyo. Jacques Demy quería un filme íntegramente cantado en el que los recursos del color y la música fueran plenamente explotados. Y lo consiguió.

Con una dirección artística basada en los colores pastel y con una banda sonora de diálogo cantado ininterrumpida de una hora y media, Los paraguas de Cherburgo cuenta la historia de Guy (Nino Castelnuovo) y Geneviève (Catherine Deneuve), dos jóvenes amantes cuya historia de amor se ve truncada por la marcha de él para cumplir con el servicio militar, quedando ella embarazada. Será entonces cuando deba escoger entre esperar indefinidamente a Guy o tal vez optar a Roland Cassard (Marc Michel), un acaudalado marchante de joyas que también quiere estar con ella.

Los paraguas de Cherburgo me parece un éxito a todos los niveles, una pieza única de la historia del cine: es sin duda una de mis películas favoritas. No se puede hacer más que elogiar la inspiradísima música de Michel Legrand y la estupenda dirección de Demy, que ya en su tercera película, demuestra una sabiduría detrás de las cámaras verdaderamente asombrosa. Me llama en particular la atención su tremendo ingenio narrativo en el uso de las elipsis temporales.

Asimismo, se aprecia en ella la continuidad del universo Demy, con un personaje como el de Roland Cassard, protagonista de Lola, cuya historia continúa aquí, aunque sea como secundario (así, las referencias a Lola serán variadas, empezando por que se recupera uno de los temas principales de la película anterior, y se llega a visualizar uno de sus escenarios). A pesar de los recelos iniciales de productores y distribuidores, Los paraguas de Cherburgo tuvo un éxito inmediato. Logró la Palma de Oro del Festival de Cannes, el premio Louis-Delluc a la película francesa más destacada de 1964, así como el premio Méliès de la crítica francesa.

Mientras obtenía abundantísimos ingresos en taquilla, el filme rompió fronteras y obtuvo un grandísimo éxito en países como Japón (lo cual salvaría a Demy años más tarde) o Estados Unidos. El éxito en Norteamérica fue tal que se reestrenó una versión íntegramente doblada al inglés cantado, y los temas principales de la película fueron incluidos en el repertorio de cantantes de innegable prestigio entonces (¡y ahora!) como Frank Sinatra. Asimismo, Los paraguas de Cherburgo fue un éxito tan duradero que en una edición de los Oscars (1964) resultó nominada a Mejor película extranjera, y en la siguiente (1965), a Mejor guión, Mejor banda sonora original, Mejor banda sonora adaptada y Mejor canción original.
Las señoritas de Rochefort (Les demoiselles de Rochefort, 1967), el siguiente proyecto de Demy, generó grandes expectativas, evidenciadas en hechos como que la misma Warner Bros puso dinero en la producción. Y el resultado fue excepcional.

No creo estar desatinado si digo que Las señoritas de Rochefort es una obra maestra, un título capital de la historia del séptimo arte. Si me pidieran una lista de mis 10 o 15 películas favoritas, una sería esta. Considerada un logro a nivel técnico y estético, cumple otro todavía más difícil y es el de generar una continua sensación de felicidad y alegría durante 2 horas de metraje. Para mí, es, junto a Los paraguas…, la mejor película de Jacques Demy, la obra que integra con mayores y mejores resultados sus constantes y obsesiones.

El guión relata cómo cambian las vidas de distintos personajes de Rochefort con la llegada de unos feriantes ambulantes a la ciudad. En tan solo un fin de semana, sus destinos se entrecruzarán y serán modificados, todo ello al compás de la música de Michel Legrand, que firma una sucesión de genialidades que cuentan con la letra de Demy. Los temas asignados a cada protagonista se irán entrelazando también y recuperando a lo largo del filme.

Si el cine existe, es para hacer películas como ésta: explota al máximo las posibilidades del color, del sonido y la música, así como de la imagen en movimiento, no solo a través de las coreografías que se dan cita en cualquier momento y rincón de Rochefort, sino porque Demy sabe mover la cámara, y vaya si sabe. A nivel de puesta en escena, resulta insuperable en momentos como en los que los protagonistas se encuentran en la calle, topándose uno con otro, mezclando canciones, mientras grupos de baile hacen de viandantes. A nivel de planificación, todas las historias están perfectamente trazadas, para que concuerden y se enlacen de manera perfecta como las piezas de un puzle, y sin caer en ningún momento en sentimentalismos ni excesos dramáticos innecesarios.

Catherine Deneuve y Françoise Dorléac interpretan a las hermanas protagonistas (siendo ellas hermanas en la vida real), bellas e inquietas. Les acompañan el guapo Jacques Perrin teñido de rubio, la veterana Danielle Darrieux, el genial Michel Piccoli (al que, sí, también se verá bailar), y, por si fuera poco, George Chakiris (recordado por su rol hispano en West Side Story) y el mitiquísimo Gene Kelly, uno de los más grandes dioses del musical, para mí el mejor bailarín-actor de la historia del cine junto con Fred Astaire.
Con Las señoritas de Rochefort, Jacques Demy obtuvo la que es, para mí, su obra más acabada y plena, logrando superarse –si es que se podía- tras Los paraguas de Cherburgo. Como era de esperar, el filme supuso una gran inversión económica, hasta el punto de que se cuidaron sonorizaciones musicalizadas en inglés y otros idiomas (la traducción española da verdadera vergüenza: el “Nous sommes des soeurs jumelles, nées sous le signe de gémeaux” a través del filtro franquista continuará como “Amantes del cuplé, la juventud y el buen humor”). De nuevo, los Oscars nominaron un filme de Demy, en concreto la genial banda sonora, pero la estatuilla le sería arrancada de las manos a Michel Legrand por el Oliver de Carol Reed que, la verdad sea dicha, tampoco ha quedado como un hito, con el paso de los años.

El éxito cosechado abrió a Demy las puertas de Hollywood, con cuyos estudios ya había entablado contactos en la época de éxito mundial de Los paraguas de Cherburgo. Así, el director, se trasladó con su mujer, Agnès Varda y su familia, a Los Ángeles, donde gestaría su siguiente título,Estudio de modelos (Model Shop, 1969).

En los dos años que vivirá en Los Ángeles, Demy fragua una continuación de Lola, aunque no en un sentido literal, tal y como ya hiciera en Los paraguas de Cherburgo. Si en Los paraguas, Geneviève encontraba al personaje de Lola Roland Cassard, aquí el joven protagonista se topará con la mismísima Lola. No es una secuela propiamente dicha, sino una película independiente.
Model Shop se rueda con un presupuesto mucho más ajustado que sus predecesoras, proporcionado por Columbia, y retrata el espíritu de finales de los 60 en Los Ángeles a través de los ojos del cineasta francés. El protagonista, un arquitecto en paro, atrapado por diversas deudas sin pagar, en crisis con su novia, y en espera de ser reclamado para el servicio militar, se evade de su opresiva vida habitual siguiendo a una enigmática y bella mujer, a la que descubrirá trabajando en un ‘model shop’ (un local en el que distintas chicas se dejan fotografiar ligeras de ropa por los clientes). La historia transcurre en un corto lapso de tiempo, durante el cual sus destinos confluirán. Ambos suponen, el uno para el otro, una vía de escape.

Tras haber intentado que el rol protagonista lo encarnara un entonces desconocido Harrison Ford, finalmente el estudio impuso a Gary Lockwood, tras su éxito en 2001: Una odisea en el espacio. Anouk Aimée retomó su hermoso y complejo papel de Lola, a la que encontramos más sola que nunca en Estados Unidos y abandonada por la suerte. El filme sigue de manera exhaustiva y precisa los movimientos del desorientado Lockwood de un lugar a otro, de una responsabilidad a la siguiente, encadenando favores a devolver, hasta el momento en que encuentra a Lola. Los episodios de ambos juntos aportan un brote de esperanza a una película muy melancólica y que entronca bastante con la Nouvelle Vague en cuanto a contenido. A nivel de forma, Demy narra con un estilo sobrio y preciso.

A pesar de su belleza, se trata de una propuesta arriesgada que se aleja de la imagen que precedía a Demy hasta entonces, y los resultados en taquilla fueron bastante negativos. El cineasta bromearía años más tarde llamándola “Model Flop” y, a pesar de que le fue ofrecido un nuevo proyecto americano, decidiría regresar a Francia.

Jacques Demy, el mago de Nantes (I): Inicios, 'Lola' (1961) y 'La bahía de los ángeles' (1963).

La bahía de los ángeles, de Jacques Demy (Francia, 1963)

Oscuridad. Se abre el objetivo: colores, melodías alegres, personajes idealistas y destinos que pueden cambiar a mejor en cualquier momento. Fundido en iris. Como en todas las de Demy, la película empieza con un objetivo abriéndose y acaba cuando éste se cierra. Jacques Demy es un nombre que puede que a muchos no les diga nada. Injustamente tratado por el paso del tiempo, el Festival de San Sebastián ha decidido consagrar este año su retrospectiva clásica anual a este grandísimo cineasta, nacido en las trincheras de la nouvelle vague, un director soñador y ambicioso cuya obra merece ser recuperada para el gran público.

Demy es sin duda una rara avis entre sus compañeros de generación, cineastas que optaron por unos derroteros claramente opuestos a los de nuestro protagonista. Demy era un verdadero devoto del musical (género sin una verdadera tradición en Francia y difícil de sacar adelante en un contexto en el que no se producía de manera industrial a la manera de Hollywood) y la fantasía: dos tendencias poco tenidas en cuenta en una época de cambios y apuestas decididas por la modernidad en la sociedad y el cine como fueron los años 60 y 70. Sin embargo, logró sacar adelante sus proyectos, con mayor o menor suerte, aunque siempre buenos trabajos, o como mínimo, interesantes, hechos con oficio.

Los mayores logros de Demy se sitúan, como ya sabrán todos aquellos que estén algo familiarizados con su figura, durante los años 60, en los que obtuvo difusión mundial con cintas como la mítica Los paraguas de Cherburgo, pero también abordaré en este blog sus obras más desconocidas, que para eso he visto y disfrutado de toda su filmografía. Animo al que haya llegado hasta aquí a que siga leyendo, pues tengo entre manos la obra de un cineasta inigualable, un romántico soñador en el sentido más clásico e idealista de la palabra, un verdadero genio.

Nacido en 1931 en Pontchâteau, pasa su infancia en Nantes, sitio al que regresará repetidamente en su filmografía. Con una pasión clara desde pequeño por el cine y la imagen en movimiento, y tras algunos experimentos cinematográficos sacados adelante en el desván del taller en el que trabajaba su padre, marcha a París para estudiar en la Escuela Técnica de Fotografía y Cinematografía. Como trabajo final realiza el cortometraje Les horizonts morts, que él mismo protagoniza, fechado en 1951.

En los años siguientes, trabaja como ayudante de dirección en diversos proyectos y realiza algunos cortometrajes como Ars o El bello indiferente (para el que Jean Cocteau le dejó adaptar su texto teatral), pero sin duda el más interesante de todos ellos es Le sabotier du Val de Loire(El fabricante de zuecos del Valle del Loira, 1955), un homenaje al hombre que le había acogido junto a su hermano durante la ocupación alemana en los años cuarenta. El corto retrata la vida sencilla y humilde del protagonista y su mujer, sus pequeñas historias cotidianas y la pasión por su oficio, en riesgo de extinción: dada su calidad, fue galardonado en el Festival de Berlin de 1955.

Gracias a Jean-Luc Godard, conoció a Georges de Beauregard, ya productor de Al final de la escapada y que acabaría produciendo asimismo el primer largometraje de Demy. Demy soñaba con un filme rodado en Cinemascope, repleto de canciones y color, pero Beauregard le dijo que solo podría producírselo si se ceñía a un ajustado presupuesto, por lo cual de la idea original quedó Lola (1961), una bellísima película en Scope, pero en blanco y negro y con tan solo una canción simbólica, la que interpreta la protagonista (Anouk Aimée), en el cabaret.


El poder evocador de Lola es innegable, así como su joie de vivre. Es un cocktail agitado con las obsesiones que Demy desarrollará a lo largo de su carrera: los destinos que pueden cambiar, los personajes soñadores idealistas, las caras ocultas de la realidad, las historias que se cruzan en el tiempo,… Supone el punto de partida en su relación profesional con Michel Legrand en la música y Bernard Évein en lo relativo en la dirección de arte, sin duda sus dos grandes colaboradores. Rodada en su integridad en Nantes y con una bellísima fotografía de Raoul Coutard, resultó multipremiada y colocó a Demy en la primera línea de los nuevos realizadores franceses de la época. Situada en algunas listas como una de las mejores películas de la historia, es el primer gran paso para la construcción de sus grandes obras maestras.

Demy es invitado a raíz de este éxito a participar en la película colectiva Los siete pecados capitales (1962), de la que rodará el ingenioso episodio ‘La lujuria’ con Jean-Louis Trintignant y Laurent Terzieff de protagonistas, encarnando a dos niños que ya han crecido y valoran lo que para ellos era entonces la lujuria respecto al presente.

Mientras sigue ganando tiempo y recursos para abordar el que será su primer gran proyecto,Los paraguas de Cherburgo, y dado que la actriz Jeanne Moreau le pone la producción en bandeja, Demy se embarca decidido en la producción de La baie des anges (La bahía de los ángeles, 1963), una película bellísima e intensa que se enmarca sin problema dentro de los más puros parámetros estéticos de la nouvelle vague.

Es un filme austero, sencillo pero decididamente directo que disecciona con unos estupendos guión, realización y ambientación la historia de una relación basada en la pasión y el deseo más puro, desarrollada de forma análoga a la adicción al juego de los protagonistas. Estos están encarnados por el atractivo Claude Mann y la terriblemente fascinante Jeanne Moreau teñida de rubio platino. ¿Quién no se iría tras ella a jugárselo todo en las ruletas de Cannes, Montecarlo, Niza,… vestido de smoking y con el futuro en las manos?, parece preguntar Demy, que dibuja con convicción un mundo adictivo de deseo, lujo y azar pleno de encanto.

A pesar de que algunos críticos valoraron reticentes el cambio de dirección de Demy respecto aLola (dirección a la que volvería en su siguiente largometraje y que será aquella por la que se le recuerde), La bahía de los ángeles es una de esas pequeñas joyas semi-escondidas en la historia dignas de ser rescatadas para el placer cinéfilo. Asimismo, demuestra que Demy era un director capaz de desenvolverse en terrenos muy distintos a aquellos por los que se le conocería y hacerlo con gran soltura.

Waters, John (y IV). Blanco por fuera, negro por dentro (1990-2004).


Llegamos finalmente al último post acerca de John Waters, un post complicado. La verdad es que, de haber visto las películas que voy a abordar en él antes de empezar a escribir la serie Waters en este blog, seguramente me lo hubiera pensado dos veces, pero ya que está empezado el trabajo, hay que acabarlo.

Retomando el hilo donde lo dejé, y dado que ya señalé los rasgos temáticos comunes de todos estos títulos en el anterior post, en éste me limitaré a comentar sus diferencias.
Cry Baby (1990) es una especie de homenaje al cine de jóvenes rebeldes tan característico del cine americano de los años 50, que con filmes como Salvaje (1953) se labró una iconografía propia. Asimismo, existía la variante musical de los mismos (véanse películas de Elvis Presley, por ejemplo). Johnny Depp encarna a Cry Baby, un peculiar rebelde que se enamora de una chica bien, que no dudará en romper las convenciones sociales para adaptarse a su estilo de vida.

Formalmente, sigue la línea de Hairspray. Cry Baby y Hairspray, juntos, son una especie de díptico ‘revival’ de las modas, usos y poses, de los 50 y primeros 60. Lo que Hairspray tiene de más original lo tiene Cry Baby de calidad. Me explico: Hairspray tiene como novedad el retroceso de Waters a la música y estética de los años 60, pero resulta fallida en su dirección y guión; Cry Baby no choca tanto con la línea temática del director, al ser un filme continuista, pero tiene a su favor una calidad muy superior y un mejor pulso narrativo.

Efectiva y directa en sus apenas ochentaypocos minutos, contiene incluso algunos números musicales que evidencian un mayor esfuerzo del director, que logra salir airoso del reto. De innegable comicidad, posee cameos de personajes como Iggy Pop o Joe Dallessandro.
Los asesinatos de mamá (1994) es una comedia sencilla e igualmente efectiva, que relata las andanzas de una madre psicópata encarnada por Kathleen Turner, realmente estupenda. La acompaña en el reparto el protagonista de Los gritos del silencio (1984), Sam Waterston. La ambientación del afable barrio residencial de la familia está muy lograda, así como algunas situaciones (las torturas psicológicas a cierta vecina, por ejemplo). Es una buena comedia a secas: no aspira a más, se limita a contar con guasa y sorna las andanzas de la serial mom del título, que encima tiene la osadía de defenderse a sí misma ante un juez. Situaciones cachondas, algo de ironía, pero la superficialidad empieza a pasar factura al director.

Pecker (1998) es para mí su peor trabajo. Con una dirección básica y carente del más mínimo ingenio, Waters da muestras como de aburrimiento o escaso interés en lo que está haciendo. En cuanto a la técnica es casi como un telefilme: se basa en conversaciones típicas rodadas en sucesiones de primeros planos. Además, tiene el estigma de resultar verdaderamente sosa y aburrida a partir de su primera media hora. De nuevo presenta a un chico raro, con una familia rara y un entorno raro, y cuenta cómo son raros. La historia es la de un joven fotógrafo que, haciendo fotos de cualquier cosa, resulta “descubierto” por una galerista de arte de Nueva York, que incluso llega a pillarse del chaval. Su ascenso y su caída se narran mecánicamente, como una sucesión previsible y lógica de episodios. Lo que a ratos parece una película familiar con la narrativa más convencional e insulsa posible, es interrumpida de vez en cuando por algún plano de genitales femeninos y cosas así. Así que tampoco sirve para el entretenimiento familiar. Waters, para hacerse el malote, se mete con la gente del arte y su presunta hipocresía. Pues vaya. Aun en sus peores títulos, el director siempre había conseguido resultar entretenido, proporcionando a la hora y veinte-media de sus filmes acción y humor en cantidades efectivas… hasta Pecker. Un título discreto, estúpido y olvidable.

Cecil B. Demented (2000) sigue en la línea petarda y cretina de Pecker, metiéndose con la ambigüedad del arte, etc. No es que les tenga especialmente en un pedestal a los críticos y demás gente “institucional” del séptimo arte y ande yo con ganas de defenderles, es simplemente que esta película me parece repetitiva, pretenciosa y MUY hipócrita. Cuenta cómo un extraño grupo de radicales a favor del cine independiente raptan a una estrella del cine convencional (encarnada por Melanie Griffith) y la pasan a su terreno, y mientras tanto, llevan a cabo “acciones directas” contra el mainstream. Precisamente viene con estas el mismo Waters que se moría de ganas de ser “legitimado” años atrás.
Resulta:
  • a) repetitiva por los motivos que expuse en el anterior post: la trama es la misma que en filmes anteriores, pero el contexto del cine indie (un ajeno a los chicos extraños de turno, es asumido por los extraños, y sus extrañeces chocan con el mundo cuadriculado de los demás).

  • b) pretenciosa porque ahora Waters se pone a “reivindicar” directores “alternativos” (nombrándolos, además: Pasolini, Fassbinder, Almodóvar, etc etc) sin parecer tener mucha idea [llega en una escena a disparar a un libro que versa sobre David Lean (puede sea que una nimiez, pero me resulta ofensivo como espectador y tío que escribe en un blog de cine)] , así como no se moja particularmente: simplemente quiere esos nombres para dárselas.

  • c) hipócrita porque tampoco se toma demasiado en serio a sus personajes: parece que todo se la suda con tal de poder estrenar un nuevo título que le proporcione algunos ingresos: mucho hacerse el malote y el outsider, pero poniendo a Melanie Griffith de cabeza de cartel, a ver si así sale rentable el producto.


Parece que Waters ha muerto creativamente, por más que sepa dotar de un buen ritmo a sus últimas creaciones (exceptuando Pecker): es evidente que no tiene nada que contar, en los 90 no ha hecho un verdadero desarrollo de su estilo, de sus formas, de sus contenidos (sigue al nivel deCry baby), así que… ¿qué nos queda? Pues tratar de volver a los orígenes, dado que nos fue tan bien (no hace falta decir que Pecker y Cecil B. no fueron apoteósicos éxitos de taquilla). Así naceLos sexoadictos (2004), cuyo título original, A dirty shame, me parece más acertado. En cualquier caso, supone una dosis de energía y algo de vida a una carrera ya atrofiada por la evocación de tiempos mejores y los tics.

Los sexoadictos cuenta la historia de Sylvia, una mujer de mediana edad cansada de su vida aburrida y de servir a la comunidad que cambia radicalmente al conocer a los ‘sexoadictos’, un colectivo de vecinos de su acomodado barrio en el que cada uno es un apóstol de un tipo de perversión distinta. Poco a poco, van evangelizando a la autoproclamada comunidad de los ‘sosos’, llegando incluso a inventar una nueva forma de satisfacción sexual.

Podría ser la última película de Waters, la verdad, pues es un resumen y suma de las dos etapas diferenciadas de su carrera. Posee el estilo y la fotografía, así como la ironía y tema más propios de la segunda, pero el humor y contenidos más cercanos a la primera, por suerte. El resultado es algo irregular pero de lo más logrado. A pesar del discutible final, es una obra coherente con su filmografía, por más que la hayan criticado algunos: es Waters queriendo hacer una de Waters en el siglo XXI, una sátira acertada de la mojigatería americana y demás bobadas morales, tan relativas en otros ámbitos. El que aquí escribe se da por satisfecho con Los sexoadictos, pues recupera hasta cierto punto la vitalidad y la mala hostia que no debió perder, o mejor dicho, que debió recuperar Waters mucho antes, sin duda uno de los cineastas más peculiares y personales del sistema independiente, y desde luego, un director verdaderamente influyente, transgresor y, en su momento, atrevido.

Como conclusión, me gustaría hacer mención del ciclo que la Filmoteca Española hará este mes de septiembre sobre su obra, con una mejorable selección de sus títulos: la esencial Pink Flamingos, las interesantes Los asesinatos de mamá y Los sexoadictos y las del todo prescindibles Pecker y Cecil B. Demented.

John Waters (III). Coqueteos con el mainstream y síntomas de debilidad: 'Polyester' (1981) y 'Hairspray' (1988).


Vamos con la tercera entrega de Waters, aquella en la que el director se encamina hacia senderos más acomodaticios próximos al mainstream. Después de la Trilogía Trash, el director volvió a encontrarse con Divine en Polyester (1981), “rodada en Odorama”. Explico esto: en las entradas de los cines se adjuntaba a la entrada una cartulina, en la que, rascando según el orden de la película, se podía oler lo que aparecía en pantalla. A día de hoy resulta imposible ver la película de esa manera, y sin embargo, los “paréntesis Odorama” ahí se han quedado. Sea como fuere, Polyester sigue la línea de madurez en la dirección que ya se venía intuyendo en Waters.

La dirección de arte es mucho más elaborada, así como la fotografía: de la misma forma, la técnica es mucho más depurada. Divine encarna a Florence Fishpaw, un ama de casa frustrada, cuyo marido es exhibidor de películas pornográficas, su hijo es un maniaco sexual y su hija es medio puta. Su madre solo la busca para robarle dinero y su mejor amiga tiene retraso mental. La cinta narra la lucha de Florence por la supervivencia y por encontrar el amor, mientras todo su entorno se empeña en hacerle la vida imposible. Como curiosidad, Waters suma al reparto al otrora ídolo juvenil Tab Hunter, encarnando a un atractivo madurito que robará el corazón a Divine (quien, tras este filme, emprenderá una relativamente exitosa carrera musical, con productores como Bobby Orlando o la tríada Stock, Aitken y Waterman, padres de los más notables hits de Bananarama así como de los primeros de Kylie Minogue).
Polyester es una de las grandes películas de Waters, por más que hacia el final se torne un poco irregular. Las sucesivas humillaciones que sufre Divine son de lo más divertidas, así como en general la mayoría de situaciones. En Polyester se halla un modelo de hacer películas en el que Waters, años más tarde, imagino que sumido en la pereza y falta de creatividad, se reiterará, es decir, el de atacar las convenciones sociales y familiares mediante la ironía: en medio de un mundo aparentemente perfecto, lleno de educados modales, objetos de plástico y colores pastel, aparecen elementos discordantes que quiebran esa estabilidad. Esto se va a repetir hasta la saciedad en los sucesivos filmes del director de Baltimore (veamos Hairspray, Los asesinatos de mamá, Pecker, Los sexoadictos, etc…). Es por ello que, aunque después Waters se repitiera y repitiera, Polyester me parece una película sumamente original. En cierto modo, es un antecedente claro de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?. Personalmente, es una película que me fascina y que me ha supuesto una fuente clara de inspiración en trabajos como la serie Hathor loca por amar.
Hairspray (1988) supone el regreso de Waters a las cámaras tras 7 años de parón: imagino yo que los dedicaría a pensar qué nuevo podría ofrecer, e imagino también que decidió dar su cara más amable, a fin de ser finalmente reconocido como un director-autor, pero no de pacotilla y de chocantes esperpentos. Lo que sí es seguro es que intentó fraguar una innecesaria secuela dePink Flamingos, llamada Flamingos Forever, que hasta la misma Divine rechazó, por considerarla totalmente inadecuada a ese momento de evolución de su carrera (que la escena de la mierda les lanzara a la fama no tenía por qué quedarse como su único número efectivo: Divine se hallaba a mediados de los 80 en un momento pletórico con papeles más serios como actor, incluso en su registro masculino, así como en su versión drag andaba haciendo un montón de galas, actuaciones, y sacando los mencionados discos).
Volviendo a Hairspray, la película cuenta la historia de Tracy Turnblad, encarnada por la encantadora Ricki Lake, una chica gordita pero carismática que desea formar parte de un popular programa de televisión en Baltimore basado en las habilidades para el baile de sus participantes. A pesar de la negativa inicial de sus padres (la madre está encarnada por Divine, que también hace del director de la emisora de televisión), se hará con un hueco en el programa, donde tendrá que luchar contra favoritismos y los problemas de segregación racial, tan debatidos en la época.
A partir de Hairspray, se va a dar una constante temática en los filmes de Waters, lo que prueba su relativo agotamiento, y es la de la contraposición de los “raros” y los “buenos”, ambos grupos entrecomillados, claro. Esta cuestión va a ser la base de TODOS los futuros guiones que escriba: en Hairspray, la chica que quiere bailar y los negros contra los chicos bien y discriminadores varios; en Cry baby, los malotillos contra los bienpensantes-conservadores; en Los asesinatos de mamá, la mamá psicópata contra sus encantadores vecinos; en Pecker, la familia rara y peculiar del chico genial contra los críticos y artistas neoyorkinos; en Cecil B. Demented, el grupo revolucionario pro-cine independiente contra los cineastas mainstream; en Los sexoadictos, los propios sexoadictos contra la comunidad ‘sosa’ y aburguesada.Como consecuencia, la idea de la integración de un ajeno en un colectivo marginal pero guay es la base de TODOS los guiones que ha escrito Waters desde 1988, con las variantes de Los asesinatos de mamá y Pecker.
En resumidas cuentas, Hairspray es un filme interesante pero, en mi opinión, mal dirigido. Se nota que Waters se involucró personalmente en su creación, mojándose con el tema de la segregación racial, por ejemplo, o reservándose un papel secundario, pero el resultado me parece algo fallido. El guión tiene agujeros y en algunas escenas me da la sensación de que faltan planos que expliquen qué está pasando. Aunque el director tiene una muy buena idea para trabajar y desarrollar, a la hora de llevarla al terreno práctico se le va un poco de las manos.
Tiempo después de su estreno, el filme se tradujo en un musical para teatro y más tarde para cine, con John Travolta sustituyendo a Divine, y Zac Efron (un chico que estaba de moda a finales de la década) haciendo las delicias de la joven protagonista. Este remake es un filme hecho con buen pulso y, por más que parezca sacrílego (dado que me estoy haciendo el malote con estos últimos post sobre el ínclito Waters y en general el trash, el kitsch, Showgirls, etc), me gustó y alegró más que el original de Waters.
Es 1988. Apenas unos días después del estreno de Hairspray, y tras haber sido contratada para una sitcom, la mítica Divine muere por razones relativas a su obesidad. ¿Qué hará ahora Waters? Pues bien, los coqueteos con el mainstream parece que le han gustado, además muchos han arropado esta aparente conversión con aplausos, reconocimientos más ‘serios’ y nominaciones a los Independent Spirit Awards. Parece que el camino está claro.

John Waters (II). La "Trilogía Trash": 'Pink Flamingos' (1972), 'Female Trouble' (1974) y 'Desperate Living' (1977).





-¿Divine, crees en Dios? -pregunta un periodista, al final de Pink Flamingos.
-¡YO soy Dios! -se autoproclama la diva.

Pink Flamingos (1972) pasa por ser el título más emblemático de la filmografía de John Waters, el que le lanzó a la fama junto a su musa, Divine. Pink Flamingos constituye un hito dentro de la historia del cine, por más impensable que pudiera resultar para sus creadores antes de estrenarla. Por primera vez en color, Waters narra la competición de dos familias por ser las más cerdas de la Tierra. Por un lado, está la de Divine, cada vez más gorda, con su madre (Edith Massey) retrasada, atascada en un parque de juegos infantil y obsesionada con los huevos, y su hijo Crackers, que se tira a su novia con gallinas de por medio. Por otro lado, están los Marbles (David Lochary y Mink Stole), que secuestran chicas para dejarlas embarazadas y después vender sus hijos a madres lesbianas. Las dos familias se irán haciendo putadas respectivamente hasta la victoria definitiva de Divine.

En el legendario epílogo final, Divine camina con su familia por el centro de Baltimore. Tras observar cómo caga un perrito, se mete la mierda en la boca y la mastica mirando a la cámara, con alguna arcada de por medio. Así nació el mito. A día de hoy, esta escena es consideraba por muchos críticos la más importante del cine underground de toda la historia, así como Pink Flamingos, la mejor peor película jamás hecha. Este monumento a la zafiedad y a la perversión logró mantenerse en pantallas americanas, en sesiones golfas, más de 10 años, manteniendo su éxito.

Si con Multiple Maniacs Waters logró realizar, como dije en el anterior post, una notable sesión de desprogramación mental, con Pink Flamingos se superó, forzando aun más los límites del morbo, de lo que espera ver el espectador en una pantalla, de cómo se tiene que mostrar. Con un presupuesto original de 10000 dólares, Waters logró el éxito: la cinta se convirtió inmediatamente en un clásico de culto.

Más allá de las afinidades personales que uno pueda tener con este tipo de cine, Pink Flamingosha trascendido a su contexto y permanece como un icono cinematográfico, representando la cumbre de toda una producción marginal e independiente como era el underground americano, y de ahí su importancia. El contexto del que hablo es particularmente interesante: a principios de los 70, se estaban explorando los límites de lo que se podía mostrar en una pantalla de cine: con esto quiero decir, que si Pink Flamingos se hubiera realizado 15 años después, tal vez hubiera resultado un título de culto, quién sabe, pero no hubiera cobrado la misma importancia debido a la osadía que supuso estrenarla en 1972. Pensemos que en ese año, también resultó un éxito pionero una cinta como Garganta profunda.

A mí personalmente me resulta una cinta divertida, que gana todavía más vista en compañía. Para mí es la ‘experiencia Waters’ definitiva puramente dicha (fotografía improvisada, planos-secuencia, zooms gratuitos, imágenes desenfocadas, encuadres temblorosos, diálogos hiperbólicos, un ritmo cinematográfico que no decae…), puesto que con su siguiente filme, su producción se enmarcaría más dentro del concepto ‘película’ de una manera más convencional.
Pink Flamingos es una experiencia extrema que se mantiene viva, por más que hayan pasado casi 40 años de su realización, una oda al tabú y al mal gusto. Si hoy día asombra, pensad en las caras de los espectadores de 1972.

Con Pink Flamingos se inauguró la que los críticos denominaron ‘Trilogía Trash’, que tiene continuidad en Female Trouble (1974) y Desperate Living (1977). Fue distribuida por la entonces naciente New Line Cinema, que acompañaría a Waters en futuros proyectos, dotándoles de gran difusión.
Female Trouble (Cosas de hembras, 1974) es, para mí, la mejor película de John Waters, su obra definitiva, por más que, por razones ya justificadas, la mayoría de los ojos se centren en Pink Flamingos. Female Trouble es la más completa y redonda cinta que, para mí, ha parido John Waters hasta la fecha. En ella se da la idea que ya planteé de EXPERIENCIA, pero asimismo el realizador afronta con este título su primera PELÍCULA en el sentido más convencional del término, es decir, desplazándolo a un terreno narrativo. Antes de proseguir, aporto un breve apunte sobre el argumento.

Dawn Davenport, estudiante rebelde de Baltimore, huye de su casa tras atacar a sus padres el día de Navidad porque estos no le han regalado unos zapatos de chachachá. Poco a poco, se convierte en una delincuente juvenil. Será violada, asaltada, engañada, tendrá una hija. Su vida se desarrollará a lo largo de los 60 y principios de los 70 con giros bruscos, innumerables: tantos que me costaría enumerarlos.

Por si alguien tenía dudas del talento interpretativo de Divine, en Female Trouble hace un papelón, desdoblándose en ocasiones (en una escena, se llega a violar a sí misma: en el plano hace de mujer, en el contraplano, de hombre). La técnica de Waters es algo más depurada, pero sin perder su esencia. La dirección de arte y de vestuario es bastante elaborada, así como la caracterización de los actores. Los escenarios de la historia son múltiples: siempre está pasando algo. Los diálogos son los más histéricos jamás escritos por Waters y las situaciones por las que atraviesa Divine de lo más insólitas. Procesada como criminal, se tendrá que sentar en el banquillo de los acusados; encumbrada como una diva de la belleza (con la cara quemada por ácido y calva) dará estúpidos espectáculos que serán un éxito, etc etc.

Waters reflexiona con una profundidad que resulta insólita en él (pues sus obras, en general, suelen ser bastante superficiales, todo hay que decirlo) acerca de las ideas de belleza y de arte: cuanto más fea y más criminal es Divine, más será ensalzada por sus adeptos en la cinta, más seguida: la gente paga por ir a verla saltar en una estúpida cama elástica para después sacar un arma y disparar contra su público.

Las escenas insólitas y chocantes se suceden como en títulos anteriores, pero se aprecia cada vez más la mano de un autor que sabe lo que hace. Female Trouble posee el encanto de las primeras creaciones de Waters, así como el pulso del director más experimentado que encontraremos en sus obras posteriores.La crítica, como bien se aprecia en los posters del estreno, se posicionó muy a favor de la película, dados sus méritos sobrados.


La tercera y última película de la ‘Trilogía Trash’ es Desperate Living (1977). Bajo mi punto de vista, es la menos interesante de las tres, a pesar de tener atractivos suficientes.Cuenta la historia de un ama de casa desesperada e histérica, encarnada por la estupenda Mink Stole, quien, cansada de su vida rutinaria y obsesiva, huirá de su hogar acompañada de su criada negra y obesa Grizelda. Acabarán amparándose en un poblado de chabolas, Mortville, donde habitan delincuentes, perturbados, nudistas y ‘desviados’ sexuales y en el que gobierna la Reina Carlota (Edith Massey). Tras morir Grizelda en el derrumbamiento de una chabola, la protagonista se pondrá al servicio de la Reina, contra la que más tarde el pueblo se rebelará.

Es algo difícil valorar justamente Desperate Living. La verdad es que como película me resulta entretenida y divertida, así como incluye escenas repulsivas en las que Waters se supera. La dirección de arte y de vestuario son todavía más elaboradas que en su predecesora, así como el maquillaje. Se nota asimismo la presencia de una inversión más abundante en la producción: aparecen más actores, y no tan solo asociados al mundo de los dreamlanders de Baltimore (véase el caso de la exconvicta y devorahombres Liz Renay), pero encuentro algunos puntos débiles, o por lo menos muchos más que en sus predecesoras. En primer lugar, falta Divine: al director le falta su musa (en el momento, ocupada por razones contractuales en diversos espectáculos) y su cámara no resulta tan inspirada con otros actores. Por otra parte, mientras se aprecia una dirección más madura y experimentada, como guionista, Waters recurre de nuevo al encadenamiento de episodios cómicos y chocantes, presentándolos de manera algo mecánica a veces. Se nota que el equipo de trabajo ha conocido el éxito, y en parte por eso, trata de dar lo que se espera. Por lo tanto, si bien me parece un filme notable, creo que, por diversas razones evidentes, no está a la altura de sus dos compañeras de trilogía, aunque sí me parezca mejor que las dos primeras cintas de Waters, que comenté en el anterior post.

El director ha sorprendido, ha llamado la atención, ha sido reconocido: ahora querrá probar suerte acercándose al mainstream. Veremos qué tal le va en el próximo post.

Hablemos de John Waters (I). Inicios (1964-1970).




Una tabla sobre un patético riachuelo. Un hombre encapuchado, vestido de negro, coge un hacha y decapita varias gallinas seguidas. La cámara recoge con ansiedad sus últimos estertores, mientras se agitan sin cabeza. Sobre un fondo de cubos de basura, aparece impreso el rótulo “John Waters’ Mondo Trasho". Así empieza la primera película del genio de Baltimore.

Antes de que The Wire se erigiera como el retrato más representativo en el contexto audiovisual de Baltimore para nuestra generación, John Waters y sus 'dreamlanders' habían fraguado una serie de títulos legendarios y de culto, de los cuales más de uno permanece en la memoria colectiva (pongamos que hablo de Pink Flamingos o Hairspray). The Wire no ha inventado Baltimore, desde luego.

Las películas de Waters, cuestionadas hasta la saciedad, han tenido, sin embargo, un grandísimo calado en la cultura popular, por más que algunos les quieran negar sus méritos. Un filme independiente como el que fue Hairspray, por ejemplo, ha tenido su propio musical y remake con estrellas de Hollywood, Waters ha aparecido representado en Los Simpsons como defensor del colectivo homosexual americano y hasta los dibujantes de Disney se inspiraron en Divine (su eterna musa-travesti, que además tuvo carrera discográfica) para configurar la imagen de Ursula, antagonista de La sirenita (1989).Se trata de un cine que ha servido como referente a obras posteriores, abriendo vetas en el campo de la creación, tanto a nivel estético como de contenidos (muchas escenas de las primeras cintas de Waters desafiaban los límites de la censura). Intentaré ir desarrollando esto según comento cronológicamente sus películas, pero antes de todo, creo que conviene hablar un poquito sobre los dreamlanders.

Los dreamlanders son los actores recurrentes de John Waters, llamados así por su productora, 'Dreamland'. Originalmente eran todos amigos y conocidos del director, sin formación actoral, residentes en Baltimore: Mary Vivian Pearce, Mink Stole (las dos han aparecido en la práctica integridad de sus títulos), David Lochary, Edith Massey (ya desaparecidos), así como se han sumado otros más recientes como Ricki Lake, la protagonista de Hairspray. Pero por encima de todos ellos, si hay un dreamlander por excelencia, es Divine, mítica drag queen, que es a John Waters lo que Toshiro Mifune a Kurosawa, DeNiro a Scorsese o Carmen Maura al primer Almodóvar. Divine, y esto lo digo totalmente en serio, me parece un entertainer de primera línea, una verdadera estrella del trash.

El cine de John Waters es fruto de múltiples influencias y fuentes. En primer lugar, el cine y la televisión populares de los años 50 y 60. Precisamente en el cine, se estaba dando una mayor permisividad durante esta última década y el sistema de estudios hollywoodiense se estaba resquebrajando, dando lugar a productoras independientes que ofrecían como reclamo las primeras obras con cierta difusión de lo que se ha venido a llamar exploitation, con mayores dosis de sexo y violencia. Así, en palabras de Waters, ‘Faster, Pussycat! Kill! Kill!’ (Russ Meyer, 1965) podría considerarse la mejor película de la historia. Asimismo, estaban a la orden del día los shockumentaries (documentales basados en imágenes impactantes), que seguían la estela marcada por el primero de ellos: Mondo Cane (Cavara, Prosperi y Jacopetti, 1961). El melodrama y el exploitation serán adaptados por Waters a sus propios términos, sumándole una deliberada vocación por el mal gusto que será precisamente la que le dé a conocer cuando llegue a su cumbre en Pink Flamingos.

En fin, podría seguir echando el rollo, pero creo que el resto se puede explicar yendo al grano con sus 12 películas.Tras algunos cortos (Hag in a leather jacket, Roman candles y Eat your makeup) con los que ya pasa de filmar en 8 mm a 16 mm, empieza a jugar con duraciones más largas e introduce por primera vez a sus actores fetiche, llega en 1969 su primer largometraje, Mondo trasho.

Mondo trasho parte de una estética amateur y una pobreza extrema de medios para conseguir su duración de largometraje. Creo que para abordar estos primeros títulos de Waters es preferible usar la palabra “EXPERIENCIA” a “PELÍCULA”: son más una experiencia que un film convencional, particularmente interesantes para un espectador actual que no ha conocido las formas de distribución cinematográfica de aquellos tiempos y lugares en los que Waters estrenaba. En ese contexto no existían ni internet ni el vídeo y la televisión tenía visibles restricciones de contenidos: quedaba por lo tanto la serie zeta, rodada y presentada en las peores condiciones posibles, con su mala iluminación, su grano tosco en la película, etc.

Mondo trasho es todavía más pobre y curiosa por ello, dado que es MUDA. La pobreza de sus medios es tan extrema que Waters prescinde del sonido directo para, en cambio, acompañar las acciones del film con canciones pop (insertadas en la películas sin haber pagado derechos de autor) a modo de recursos expresivos. Tan solo se emplea el diálogo en unos pocos momentos: cada vez que la Virgen María se le aparece a Divine, en cierta llamada de teléfono, y al final, pero es un sonido que no concuerda con la imagen en pantalla.Se supone que por ello el ingenio del director debe aumentar para contar de la mejor manera posible su historia, y la verdad es que la línea argumental se sigue, si podemos llamarla así. Mondo trasho es en verdad una sucesión de escenas, ligadas entre sí temporalmente, pero no tiene un verdadero argumento: Mary Vivian Pearce sale de su casa, coge el bus, en el parque un tío le lame los pies mientras evoca la historia de Cenicienta, aparece Divine, la atropella, etc etc… Resulta interesante durante su primera mitad, pero resulta agotadora. Tiene alguna escena cachonda, pero todo ello no evita que el resultado sea simple y tonto. Es como una especie de redacción de colegio: al niño le dicen que tiene que escribir dos folios, así que lo hace sumando una acción tras otra, escribiendo siempre “y entonces”, “y entonces”. Así es Mondo Trasho, mola en su justa medida, pero se queda en insulsa: solo vale para los que estén muy interesados en el cine trash y en los orígenes de Waters.

Multiple maniacs (1970) es el segundo largometraje del director, y realmente podría considerarse su primera película de verdad, pues ya deja bien claras sus intenciones y líneas creativas a seguir. El argumento de nuevo es simple, pero por lo menos existe: Lady Divine tiene una Cabalgata de las Perversiones, donde se dan cita los acontecimientos más asquerosos imaginables. Creyendo que su novio, Mr. David, la engaña, decide ir a matarles, pero una serie de acontecimientos retrasarán el fatal desenlace.

A diferencia de su predecesora, Multiple maniacs es, por lo menos, una película hablada. El sonido es precario, y es por ello que en el tramo medio de la película se prescinde del sonido directo para emplear la voz en off. En cualquier caso, el resultado es una película muy divertida. Sí, las escenas se ruedan a veces en un solo plano, abusando de zooms y de barridos, pero el verdadero John Waters está sacando su carta de presentación, el más salvaje, cafre y delirante. Los diálogos hiperbólicos se dan cita por primera vez, y las escenas insólitas y surrealistas se suceden. Me conmueve particularmente aquella en la que Divine es penetrada analmente en el interior de una iglesia por una feligresa y su rosario mientras Waters escenifica en imágenes mediante el montaje alterno el Vía Crucis de Jesucristo. Divine llega al orgasmo y NSJ al Gólgota. Pero esto no es nada en comparación al épico tour de force que suponen los 20-25 minutos finales: asesinatos, canibalismo, Lobstora, etc etc.

Las transgresiones a la moral y a lo que espera el espectador hallar en una película son tan abundantes que resulta un visionado de lo más excitante, por más que su ritmo decaiga un poco en algún momento. Se trata de una sesión de desprogramación mental bastante recomendable, aunque puestos a elegir, mejor ver antes el siguiente título de Waters, aquel por el que será recordado y que abordaré en el próximo post: Pink Flamingos.

Buscando una salida. Delirio en torno a 'El desvío' (Edgar G. Ulmer, 1945).


He perdido el reloj. Es de noche. Tal vez llevo a un par de horas deambulando por la calle hasta llegar al drugstore. Los efectos del alcohol me sugieren calor humano. A lo largo de la avenida los chaperos, negros y putas se agazapan o exhiben para tener qué comer mañana, dando por perdido el beso de buenas noches. El presidente Johnson se ha hecho con el poder. La gente camina alienada añorando a Kennedy. Un latino se me acerca, le invito a un trago de whisky barato mientras presenta sus credenciales. Mary Ann se ha largado, harta de mis desmanes. Me siento lejos del suelo, con el culo alzado en el taburete.

Dice llamarse Marco o Mario. Nos metemos en uno de esos viejos palacios del cine que tienen programa durante todo el día, filmes prehistóricos y olvidados, otros más recordados, negativos quemados y jodidos por el paso infame del tiempo, siempre en dosis de 24 por segundo. Me saco el rabo y le doy de cenar. No puedo soportar el peso de la cabeza, se me cae de los hombros. Otras sombras sin ojos cometen aberraciones a lo largo y ancho del gallinero, mientras el tío barbudo de la pantalla sufre volantazos de la vida, siempre haciendo autostop con tal de poder ver a su novia, que ha marchado a Hollywood en busca de fortuna. No sé cuánto lleva empezada, pero recuerdo haberla visto, tal vez en el pueblo, tras la guerra, cuando mi hermano se acostumbró a no tener pierna. Sí, la recuerdo, pero no su nombre.

Bares de paso, un jukebox, una canción, muerte y sudor, pordioseros en el desierto, mentira y lucha por la supervivencia, cortes, arañazos, sangre, un presupuesto ínfimo, cuatro dólares en los bolsillos, alcohol, mucho alcohol y gritos. Roberts, Vera, Haskells, Ulmer. Presunto director mendigo. Mucha carretera, pulgares levantados. Encuadres repetidos, decorados básicos, movimientos de cámara. Existencialismo barato, voz en off, aroma perturbador de novela de quiosco, sí, esa típica de papel oscuro, desgastado por el uso, que uno encuentra en la estación de autobuses, con la portada sellada con el distintivo de alguna editorial de mala muerte. La gente se vestía y peinaba así en los cuarenta, aunque fueras un desharrapado. ‘He debido perder quince kilos al ducharme’ ‘Juguemos al bridge -¡Juega al solitario!’, ‘Te delataré’, todas las frases, todas las formas que el blanco y el negro pueden solo ofrecer, las miradas, los encantos, los inciertos, los pecados, la soledad. Me siento así en la butaca. Dicen que la ha matado con el cable del teléfono, hay sitio para la introspección mientras la lente se enfoca y desenfoca recorriendo la habitación, y acaba en un primer plano, de pronto me doy cuenta de que tengo esa cara, del asco que da, del asco que damos. No sé si he eyaculado todavía. Puede que solo haya pasado un cuarto de hora. Tengo la polla cubierta de la saliva de un desconocido. Tiene que huir, aunque no pueda verla. Toda una historia contada en el curso de una canción de jukebox, de una mamada. Soy como él. Toco el piano y cuento la verdad porque no tengo otra, soy cobarde e ignorante y mi vida es una mierda. Me gustaría saber cómo se llama.

Pago a ese que me ha lamido las pelotas durante tanto rato y quiero llorar, me siento culpable por abusar de su paciencia y por estar tan solo en un mundo sucio e injusto. Dan periódicos cerca del cine donde no sé si he estado. Está allí la cara del actor. Se llama Tom Neal. Ha matado a su tercera mujer, una tal Gale Bennett, disparándole en la nuca con un calibre 45. Así es la vida, así es el cine.

'Showgirls' (Paul Verhoeven, 1995). Pezones erectos sin hielo.





“Siempre hay alguien más joven y hambriento bajando la escalera detrás de ti”, dice la pérfida Cristal Connors a Nomi Malone en esta gran película sobre la que me propongo hablar. No le falta razón.

Hacia mediados de los 90, Paul Verhoeven se había ganado una enorme reputación como director en Estados Unidos con títulos como Robocop (1987), Desafío Total (1990) o, sobre todo,Instinto básico (1992). Huyendo de las restricciones y polémicas en su Holanda natal, se había hecho un lugar en el Hollywood de la época encadenando taquillazos. El éxito de Instinto básico(cuyo guión se atrevió a rodar tras bastante tiempo de andar pululando por ahí), el haber encumbrado al más puro estrellato a la otrora segundona Sharon Stone, y el hecho de que repitiera con el guionista Joe Eszterhas, prometía. Y subiendo la apuesta por la carga erótica, parecía que su nuevo proyecto sería un éxito seguro.

Numerosas chicas se presentaron a las audiciones deseando ser la nueva Stone (pongamos que hablo de Charlize Theron o Denise Richards) pero finalmente se llevó el gato al agua la televisivaElizabeth Berkley. Había mucha pasta en un proyecto muy prometedor llamado Showgirls que con toda probabilidad la iba a convertir en el nuevo mito erótico de los noventa.

Pero ¿qué pasó después? Críticos irritados, carreras hundidas, reputaciones por los suelos, colección de razzies (incluido el de peor película de la década), y sin embargo, una gran recaudación para ser una película para adultos (más de 100 millones de dólares en alquiler de video, y a día de hoy, una de las 20 películas más vendidas de todo el catálogo de la Metro). Y es que, a pesar de los snob que la menosprecian, Showgirls se ha convertido merecidamente en una película de culto con los años.


La cinta cuenta el periplo de Nomi Malone, una presunta bailarina, por Las Vegas, pasando de ser tan solo una forastera a la reina del espectáculo ‘Goddess’ (Diosa) de un reputado casino: lo máximo a lo que una showgirl puede aspirar. Hasta llegar a ello tendrá que bailar mucho desnuda y poner valores como la decencia o la dignidad en la balanza para ver si pesan más que el éxito. Hay mucho cabrón suelto en Las Vegas, y Nomi se dará cuenta, ¡pero tendrá que aprender a sobrevivir también en esa jungla de frivolidad!

Más allá de la Berkley, tenemos a Gina Gershon como la perversa Cristal, a su entrañable amiga negra que no puede enhebrar agujas y al lynchiano Kyle MacLachan con un flequillo imposible, dispuesto a encumbrar a la nueva diosa del baile en topless, Nomi Malone, a lo más alto.

Hay muchas razones por las que ver y defender Showgirls, de las cuáles destacaré unas cuantas:
1-. Showgirls saca a la diva que todos llevamos dentro. Queremos diversión, queremos sorpresas, queremos carne: todo ello lo ofrece. Es una película que está pensada por y para el espectador, se entrega sin tapujos a sus deseos más íntimos (éxito, sexo, lujo, reconocimiento). Cuando yo veo Showgirls tengo la sensación de estar frente a cine clásico (por más que su contenido sea de exploitation), una película fruto de un Hollywood en el que, todavía, los sueños pueden hacerse realidad, y de qué manera. Las escenas y las frases antológicas se suceden, los clichés son patentes, las tetas y los fuegos artificiales no cesan, las poses, las maneras, los giros telefílmicos… Showgirls es una atracción muy bien armada pensada exclusivamente para la diversión.

2-. En contra de lo que se diga, creo que Showgirls, aun basándose en la fórmula más pura y epidérmica del espectáculo, y por más que los personajes nazcan del cliché, creo que tiene una gran capacidad retratadora. Me explico: creo que en los temas y formas que presenta se capta la esencia de los 90, es una película ultranoventera. Las fiestas, los shows, el poder de la imagen y de los medios, el petardeo de terraza del que hablaba de Sabina en cierta canción, están muy bien retratados. Pero sobre todo, me gusta que la película sobrevive al paso del tiempo. Por más que la critiquen, creo que su superficialidad tampoco se aleja demasiado de la realidad. Vivimos en un mundo –en efecto- superficial: las ideas de éxito, lujo, poder y posesión (sexual, material) y la importancia de la imagen están a la orden del día. Todo eso es captado magistralmente por la cinta. Existen chicas dispuestas a prostituirse, existen ejecutivos dispuestos a comprarlas, existe gente dispuesta a todo por trepar a lo más alto, y gente en lo más alto capaz de todo por saciar lo más bajo. La frivolidad, vanidad y estupidez de los personajes existen, y no podemos negarlo. Es algo innato a nuestro tiempo. La gente aprovechada, envidiosa y avariciosa existe y se acabó:somos todos y ninguno.















3-. La dirección me parece estupenda, ultraefectiva y dinámica, genial. Por más que se asiente en un guión claramente irregular en algunos momentos (que llegó a costar 2 millones de dólares), Paul Verhoeven me parece que lo borda. Adicto a la steadycam, asegura que se inspiró en Fellini y Welles para captar el barroquismo que finalmente ofrece. Olé sus cojones.

4-. Siguiendo con el rasgo anterior, creo que Showgirls es una película del todo coherente con la obra de Paul Verhoeven.
  • a- Ofrece una visión profundamente cínica y cómica de sus personajes. Hay cosas claramente intencionadas: es patente hasta qué punto Verhoeven se ríe de ellos y es cruel con ellos. Creo que este placer por la crueldad y el absurdo se han pasado por alto en otras de sus grandes películas, achacándose siempre como un lastre ridículo a Showgirls. Veamos, por ejemplo, Robocop (1987): un robot en pruebas falla y acribilla a balazos a un ejecutivo, en plena reunión directiva. Alguno va a socorrerle, sin embargo, el director de la empresa solo es capaz de decir: “Este modelo solo nos traerá pérdidas”. También citaría, por decir una, otra de sus grandes películas, deliberadamente denostada en su fecha de estreno, Spetters (1980): la forma en que trata a sus personajes no deja lugar a dudas.


  • b- Mal gusto. Esta es sin duda otra de las marcas de la casa. Veamos por ejemplo una escena de Delicias turcas (1973) que guarda, sin embargo, un gran sentido de lo que es el amor. La novia de Rutger Hauer sale llorando del baño: teme haber cagado sangre, lo cual podría ser un síntoma de una enfermedad hereditaria. El bueno de Rutger va al váter, coge su mierda, la examina, y después la tranquiliza. En la misma película, Hauer vomitará a su suegra en la cara, por ejemplo. O véanse detalles como las míticas tres tetas de Desafío total (1990) o la mamada tío a tío en un panteón fúnebre de El cuarto hombre (1983).


  • c- Efectismo, sentido de lo explícito. No creo que haya que hacer mucho hincapié en esto tras haber leído las líneas anteriores. La cámara de Verhoeven disfruta captando todo, y ya desde su etapa holandesa le dio problemas: atención a la escena de la violación múltiple de Spetters. Cintas como esta motivarían notorias polémicas y su rechazo por parte –paradójicamente- de la izquierda neerlandesa, que motivarían su viaje a Estados Unidos.

Y a quien le duela o le sorprendan estos rasgos en Showgirls, que vea Delicias holandesas, su primera película: se dará cuenta de que todo ya estaba allí en 1971.

Hay quien dice que es una película tan mala que resulta una comedia involuntaria. Sinceramente, creo que hay más de voluntario que de involuntario, y estará conmigo todo aquél que conozca bien la obra del director holandés. Precisamente por eso creo que es tan buena: se permite ir más allá de lo que la mayoría iría, aun poniendo en juego su credibilidad y seriedad. ¿Acaso no es así en los mejores melodramas de Douglas Sirk, acaso no es así la puesta en escena operística de Visconti en títulos como Rocco y sus hermanos o en guiones como el de La caída de los dioses, acaso no se nos invita a ver más allá cuando en Bergman los personajes miran a la cámara o cuando en Godard se tiran rollacos políticos sin venir a cuento? ¿Qué se deja ver ahí? La mirada del autor. Y eso es lo que yo veo en Showgirls, más allá de ser un producto comercial mainstream: un director que se divierte y que putea un poco a sus personajes para ver cómo reaccionan. Sinceramente, creo que tienen más de comedia involuntaria muchas posmodernidades sobrevaloradas de tíos como Lynch, Godard o Béla Tarr.

Y es aquí donde creo que radica la genialidad de Verhoeven, un excelente director infravalorado por hacer productos comerciales: es capaz de aunar esa vocación mainstream patente con rasgos de lo más personales, indicios de la presencia innegable de un autor. La diversión cruel fruto del absurdo, de los destinos aciagos trazados voluntariamente y de la pasión por lo instintivo del ser humano está tanto en Delicias turcas como en El cuarto hombre, Los señores del acero (1985) oEl libro negro (2006), por citar algunos títulos: siempre ha estado ahí.

5-. ¿Cuánto vale un razzie? ¿De verdad es Showgirls la peor película de los noventa? Lo dudo mucho. Showgirls era una gran apuesta de la industria hollywoodiense, con un montón de pasta invertida, actores estrella, un director estrella y un guionista –en la época- estrella. La crítica se levantó en armas contra una cinta que, la verdad sea dicha, no me parece peor o más absurda que Instinto básico (1992) o Robocop, por ejemplo, también de la etapa americana y sin embargo más aceptadas. Y por ello era preciso un lavado de cara, por más que se llevaran los millonacos recaudados a las arcas.


Un razzie es algo muy relativo, sin duda. Sin una popularidad anterior no hay razzies que valgan: precisamente lo divertido de estos premios es ver cómo aparecen en esas categorías títulos y nombres conocidos. Recordemos que Kubrick y De Palma estuvieron nominados por El resplandor y El precio del poder, respectivamente. Si de verdad se nominase de manera objetiva a los peores directores, sería un aburrimiento (probablemente ganaría todos los años que sacase una película Bigas Luna, y no creo que a muchos en Estados Unidos les importe o divierta un tipo como Bigas Luna). Sin embargo, Verhoeven tuvo la valentía de ir a recogerlo en persona, lo cual me parece de lo más loable e inteligente, una carcajada en toda la cara a la industria norteamericana y su hipocresía.

¿Hasta qué punto decide la crítica la calidad de una cinta? Son numerosos los casos de cintas vilipendiadas o ignoradas por su carácter abiertamente comercial en la fecha de su estreno que después han sido recuperadas como verdaderas joyas (véanse casos como el de El fotógrafo del pánico, de Powell; La noche del cazador, de Laughton; o algunos melodramas de Douglas Sirk), así como otras películas sobrevaloradísimas en algún momento concreto han perdido muchísimo fuelle con el paso del tiempo (pongamos que hablo de títulos de gente como Roger Vadim, José Luis Garci, Claude Lelouch o algunos de Carlos Saura, por ejemplo). En casos polémicos como el de Showgirls creo que lo mejor es ver la película uno mismo y formarse una opinión.

En mi caso, la pillé sin mucha fe y la acabé fascinado por su depurada vulgaridad y su genialidad. Showgirls es una obra cumbre del kitsch, del camp, un excitante espectáculo acerca de lo superficial y lo perecedero: un divertidísimo y elocuente retrato de nuestro tiempo.